CAPÍTULO 2: Represarías
Sede central de BloodVine — Berlín, Alemania
Un mes después.
El edificio de BloodVine se alza como una daga de cristal contra el cielo gris. Vigilancia automatizada, helicópteros negros en el helipuerto, y dentro, ese olor frío a acero clínico y perfume corporativo.
John Mercer atraviesa la entrada con paso firme pero marcado. Puede caminar. Puede hablar. Puede fingir que no sigue roto por dentro. Su brazo derecho está en un cabestrillo rígido, las cicatrices aún frescas sobre el cuello y la sien. Los guardias lo miran como si fuera un perro de ataque al que soltaron demasiado pronto.
La CEO lo está esperando antes incluso de que llegue al ascensor.
Lilith D'Arven .
Traje negro impecable. Cabello oscuro recogido. Mirada afilada como bisturí. Su sola presencia hace bajar de volumen al edificio entero.
—Mercer —dice sin ningún rastro de saludo—. Pensé que estaría entrando en una bolsa negra, no caminando por mi lobby.
John traga. Sabe perfectamente que esta mujer puede extinguir su carrera con una palabra.
—La misión fue un desastre. Lo sé —admite él, sin excusas—. La culpa es mía.
Lilith lo observa unos segundos. No hay misericordia, pero hay cálculo. Siempre cálculo.
—Al menos sabes cuándo no mentir —responde, seca—. Eso ya es más de lo que puedo decir del resto de tu unidad.
Camina hacia él. Cercana. Fría. Circulando a su alrededor como un juez.
—Fallaste. Nos costaste un contrato estratégico. Pero —dice la palabra como si fuera un filo cuidadosamente medido— sigues siendo un activo con valor. Aún respirás, Mercer, por lo tanto, aún servís.
Le coloca una carpeta en el pecho antes de que él pueda decir nada.
Carpeta negra. Códigos de clasificación roja. TARGET: TOP PRIORITY.
Lilith da un paso atrás, ya girando para irse.
—Léelo —ordena—. Esa es tu próxima misión.
Se detiene justo antes de salir. No lo mira, pero su voz sí lo atraviesa.
—Cumple esto y BloodVine te seguirá considerando útil. Falla… y tu expediente terminará archivado junto a los que no merecen ser recordados.
Se marcha.
John queda solo en medio del mármol oscuro de la entrada. Carpeta en mano.
Un leve impulso eléctrico en la nuca: adrenalina mezclada con miedo.
Sabe una cosa con absoluta certeza:
Ese archivo… decidirá si vive como agente.
O muere como residuo.
John abre la carpeta con la mandíbula tensa.
Documentos clasificados, fotos satelitales, lista de invitados, planos de seguridad.
Operación: VELVET WOLF
Objetivo: infiltración.
Ubicación: Gala benéfica privada en el Palacio Sanssouci de Potsdam, una de las residencias reales más lujosas de Alemania. Invitados: millonarios, aristocracia europea, políticos, ejecutivos corporativos. Seguridad CIA, BND y fuerzas privadas.
Tarea explícita:
“Acceder al ala privada de Enid Sinclair durante la gala. Confirmar y/o extraer información del suero experimental UBER LYCAN, del cual Fénix Rogers porta una muestra personal en un vial de emergencia (bolsillo interno izquierdo del traje).”
John se queda un segundo en silencio.
—Sí, claro. Entrar a la puta Versalles alemana, en una fiesta con medio parlamento europeo más la reina del infierno corporativo y su golden boy licántropo mutante —masculla—. Muy jodidamente fácil, Lilith. Fácil mis pelotas.
La instrucción final, en letras rojas:
“Cero hostilidad directa. Nadie debe saber que BloodVine estuvo allí.”
John suelta una risa seca.
—Perfecto. Me vas a meter en territorio enemigo, rodeado de vampiros y políticos… para robarle droga biológica de hombre lobo al novio favorito de Dios. Maravilloso. —cierra la carpeta con fuerza— Eres una hija de la gran puta, Lilith.
Pero guarda la carpeta.
Porque no tiene opción.
Porque esta vez, su supervivencia no depende de matar.
Sino de colarse en el corazón mismo del imperio.
Y si lo hace bien…
Podría dejar a Enid Corp desnuda frente al mundo.
De repente la puerta se abrio y entro Cilas.
—¿Qué coño haces, Mercer? —pregunta—. Pensé que te iban a internar en un museo de arte moderno por piezas.
John le lanza la carpeta sin contemplaciones.
—Vas conmigo a Potsdam —dice seco—. No quiero ir solo.
Silas la recibe y la hojea con desgana.
—¿Yo? ¿Para qué? —protesta—. Tengo que… desarmar una bomba, atender a mi abuela y tal vez dormir doce horas seguidas. Además, ¿yo no me había muerto ya? Esto de volver es muy cansado, hermano.
John lo mira con los ojos entrecerrados.
—No jodás. Vas porque vas a ser útil. Porque sabes de disfraces, porque no te importa mancharte la mano y porque si me dejas solo, me suicido con estilo en la pista de baile del palacio.
Silas suelta una carcajada, pero la cosa se pone seria cuando John añade:
—Además, tengo que pasar por mi casa. Necesito algunas cosas. Si no, no puedo entrar ahí con elegancia.
Silas suspira y, al final, asiente.
—Vale. Te acompaño. Pero si tu casa es una mierda, me quedo en el coche.
Suben al coche de Silas. El motor arranca con un ronroneo viejo y familiar; la ciudad se desliza mientras planifican silencios y chistes malos.
Minutos después están frente a un bloque de apartamentos gris, con plantas secas en las fachadas. John se baja, cojeando un poco; el cabestrillo cruje con cada movimiento. Llega a la puerta, saca las llaves… y nada. La cerradura no gira.
—No jodas —murmura—. ¿En serio ahora?
Silas lo mira, divertido.
—¿Olvidaste las llaves o te las comiste?
John intenta de nuevo y la puerta no cede. Empeorado por la frustración, da un paso atrás.
—Mierda —resopla—. Está atascada.
Silas se acerca, mira la ventana contigua y sin mediar demasiados escrúpulos saca una piedra del suelo. La alza y la lanza contra el cristal. La ventana estalla en mil filigranas de vidrio. El ruido prende las alarmas vecinales de indiferencia inmediata: nadie asoma, todos están ocupados.