CAPÍTULO 3: Las reglas del juego
Palacio Sanssouci — Afueras, noche.
La luna apenas se asoma detrás de nubes bajas. Farolas doradas iluminan la entrada principal y la larga hilera de coches negros que dejan a los invitados. Música de cámara se filtra desde dentro; risas contenidas y el chasquido de tacones como relojes de porcelana.
John y Silas están en el coche aparcado a un lado, a una distancia prudente, observando cómo la élite llega en procesos coreografiados. John sostiene la carpeta con el plan; el cabestrillo le hace incómoda la postura, pero lo sujeta con firmeza. Silas, encapuchado contra el frío, mira a través del parabrisas con esa mezcla de aburrimiento y alarma que lo define.
—Repasa otra vez el plan —dice Silas, sin mirar demasiado a John—. Si lo explicas despacio, lo entiendo hasta yo.
John abre la carpeta y marca el esquema con el dedo.
—Primero: entrada VIP. Tengo una acreditación que abre el acceso a la zona noble. Entro como consultor externo de un filántropo europeo; nombre, tarjeta, sonrisa. No violencia, nada de provocar. Segundo: encontrar el ala privada —continúa—. En la planta superior, ala este; la entrada directa a la sala de Enid está detrás del salón principal, acceso restringido con credencial interna. Tercero: encuentro con Fénix. Si gasta la atención, distraerlo. Si no, buscar el bolsillo interior izquierdo del traje. Recuperar el vial. Salir sin crear sospechas.
Silas asiente, haciendo señales con la mano para que siga.
—¿Y si no está en el bolsillo? —pregunta—. ¿Qué hacemos? ¿Te hacemos amigo del chico con un brindis y luego le pedimos permiso?
John esboza una sonrisa torcida.
—Si no está allí, improviso. No es mi primera gala. Tengo una réplica de insignia que me permite acceder a la zona de personal. Si hace falta, sedante en el vino de un guarda, y fuera. Pero solo si es estrictamente necesario. Cero violencia visible.
Silas alza una ceja.
—¿“Estríctamente necesario”? Suena a que vas a desatar algo menos “visible” y más doloroso.
—Significa que me jodo yo, no la fiesta —responde John seco.
Silas busca en la guantera, saca un pequeño equipo de vigilancia: binoculares, emisora, un rifle compacto plegable envuelto en una funda, y lo coloca en el asiento contiguo como si fuera un niño poniendo los juguetes sobre la mesa.
—Bien —dice—. Yo me quedo aquí. Si te llegan a tocar las palmas, yo te doy cobertura desde lejos. Si ves algo raro, me llamas con este canal y me muevo. No te metas en broncas tontas.
John asiente. Le pasa la acreditación al seguridad que vigila la entrada VIP: tarjeta brillante con el sello de BloodVine, nombre falsificado. El guardia la examina, mira el rostro de John, su cabestrillo y las cicatrices, duda un segundo y, con un gesto profesional, aparta la cinta roja de acceso.
—Entrada VIP, señor Mercer —dice el guardia.
John dibuja una sonrisa medida, inclina la cabeza y cruza la alfombra roja.
Silas baja un poco la ventanilla. Con calma, despliega el rifle y lo monta con movimientos rápidos y precisos, sin prisa; coloca un silenciador improvisado, verifica el visor y suelta un suspiro como quien se prepara para dormir.
—Si entra y huele a problemas —murmura para sí—, la noche será larga.
Desde el coche, Silas observa cómo John desaparece entre coches de lujo y personal de protocolo. En su batería de vigilancia, sostiene la emisora en la mano, el dedo sobre el gatillo de la radio.
—Canal 3 —dice en voz baja—. Estoy en posición. Cámaras activas. Mantengo vigilancia sobre entrada principal y ala norte. Si ves la señal, repito: señal.
Dentro, entre trajes y vestidos de gala, John se ajusta la corbata con la mano sana y avanza con la mezcla de elegancia fingida y tensión contenida de quien sabe que cada paso es una cuerda floja.
John avanza entre grupos que conversan en susurros medidos y risas demasiado fingidas. Un camarero pasa llevando una bandeja con copas; John toma una y deja que el champán burbujee contra sus labios, notando el metal frío del cabestrillo bajo la americana.
Un zumbido en el oído: el microauricular de Silas.
—¿Me recibes? —susurra Silas, apenas contenido—. ¿Sabes como se ven fisicamente?
John mira la sala sin prisa, escaneando a la gente como quien lee un mapa.
—Sí —responde con voz baja—. Él mide alrededor de 1,79; postura de estrella, esa sonrisa practicada de cartón piedra. Pelo oscuro peinado para la foto. Lleva un traje que huele a patrocinador. Perfecto para portadas.
Pausa en la frecuencia. Silas aprieta la emisora.
—¿Y Enid? ¿Cómo es? —insiste.
John deja escapar una media sonrisa sarcástica.
—Ella no llega a metro sesenta; rubia, pelo tan pulido que parece plástico, maquillaje cargado hasta el protocolo se avergüence. Va con ese aire de “salvo al mundo antes del cóctel”, y mira a la gente como si fueran accesorios que aún no pagan su cuota. —Hace una mueca—. Y seguro que va con un perfume que quiere comprar territorio.
Silas suelta una risa ahogada.
John se detiene a mitad de paso.
La copa casi se le resbala de la mano.
Frente a él, a unos metros, entre la multitud elegante y las luces doradas del salón… está Enid Drakewood. Su presencia encaja perfectamente con los informes: rubia, impecable, carísima. Pero el hombre que la acompaña… no.
El aire parece perder temperatura.
John siente cómo su garganta se cierra mientras observa al supuesto Fénix Rogers.
No es el tipo de metro setenta y nueve de los informes.
Ese sujeto mide, fácil, dos metros cuarenta y cinco.
Un gigante con hombros tan anchos como una puerta y un porte inhumano.
Su piel parece tensa, marcada por líneas sutiles de algo que no es músculo ni cicatriz… y sus ojos.
Sus ojos son negros, totalmente negros, con un punto blanco flotando en el centro.
Ese es su iris.