Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 2 - Huellas de Furia

Capítulo 2 - Huellas de Furia

Fénix Comenzó a caminar con dificultad, cada paso una punzada. Su cuerpo estaba cubierto de rasguños, su abrigo desgarrado y manchado. El vendaje en su muñeca comenzaba a teñirse de rojo.

Nym trotó hasta alcanzarlo.

—¿ quién es Marius? Lo mencionaste durante la pelea...

Fénix se detuvo en seco. Miró hacia el cielo grisáceo, como si esperase encontrar allí una respuesta que no llegaba.

—Alguien que debería estar muerto... —respondió, con los ojos vacíos—. Pero no lo está. Y no tengo ni idea de cómo matarlo.

Nym frunció el ceño.

—¿Estás buscando venganza?

—No —dijo Fénix, y luego corrigió, casi en un susurro—. Estoy buscando redención.

Caminaron en silencio. La aldea a sus espaldas ya no tenía rastro del terror que la había sofocado por años. Y, sin embargo, Fénix no sentía victoria. Lo embargaba una sensación fría y hueca. Había pasado un año y medio desde aquella noche. Desde que Marius lo despojó de todo. Desde que Enid quedó rota. Desde que todos los demás murieron.

Y ahora... estaba en el mismo punto. Sin respuestas. Sin rumbo.

Como si el mundo se burlara de él.

Fénix y Nym salieron del pueblo en silencio. El cielo gris parecía aún más apagado con cada paso que daban, y el aire frío del valle les rozaba el rostro como cuchillas. Fénix no decía nada, pero su mirada estaba fija en el horizonte. Nym, por su parte, le seguía de cerca, aún impresionado por lo que había presenciado antes.

La niebla comenzó a extenderse lentamente por el valle, arrastrándose entre los árboles y cubriendo el terreno con una capa húmeda y densa. Fénix se detuvo al llegar a una zona silenciosa, cargada de un hedor a sangre vieja y madera quemada.

Frente a ellos, se alzaban estructuras oxidadas: potros de tortura, sillas con clavos, cruces invertidas... todo cubierto de manchas oscuras. El campo de torturas se extendía como una cicatriz abierta en la tierra. Cuerpos mutilados colgaban aún de algunas de las herramientas. Algunos apenas respiraban.

—¿Qué es esto...? —preguntó Nym, horrorizado—. ¿Quién haría algo así?

—La Santa Inquisición —respondió Fénix con el rostro endurecido—. Un grupo de fanáticos religiosos. Acusan de brujería a cualquiera que les moleste... humanos, elfos, hasta niños. Les da igual. Si no te arrodillas ante su dogma, te mutilan, te marcan... o te queman.

Nym observó una figura que aún respiraba colgada por las muñecas, sin ojos y con la lengua arrancada.

—¿Y por qué hacen esto?

—Porque pueden —escupió Fénix con desprecio—. Y porque su poder está respaldado por reyes cobardes. Esos bastardos incluso pusieron precio a mi cabeza.

Sin detenerse, Fénix caminó entre los cuerpos mutilados, pisando tierra húmeda mezclada con sangre seca. Su silueta se perdía entre la niebla, mientras los gemidos débiles de los moribundos se alzaban como lamentos del infierno.

Nym lo siguió, sin decir una palabra.

Fénix siguió caminando entre los cuerpos, los huesos rotos y los restos quemados. El olor a carne podrida se mezclaba con el de la humedad y el óxido. Cada paso que daba revelaba una nueva atrocidad: cuerpos empalados, bocas cosidas, niños enterrados hasta el cuello... Su mirada se endurecía más y más, como si su alma se estuviera blindando a la fuerza.

Pero algo lo detuvo.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Sintió cómo el aire cambiaba a su alrededor.

Giró ligeramente el rostro y lo confirmó: estaba rodeado.

Cientos de soldados de la Santa Inquisición emergieron de la niebla como espectros armados. Algunos lo miraban temblando, otros se arrodillaban para rezar. Había miedo en sus rostros... pero también una fe ciega que los empujaba a enfrentarse a lo que no entendían.

Desde una colina cercana, bajaron tres figuras montadas a caballo. Vestían armaduras de reluciente acero, decoradas con símbolos religiosos dorados. Su porte era recto, autoritario, y sus movimientos transmitían disciplina y privilegio. Eran nobles, sin duda.

La figura del centro desmontó primero. Era femenina, joven, pero su rostro permanecía oculto tras el yelmo decorado con filigranas celestiales. Junto a ella, los otros dos bajaron también con paso firme.

Los tres caminaron entre los soldados hasta quedar frente a Fénix. Se detuvieron a unos metros.

—Así que... es verdad —dijo uno de ellos con voz grave—. El Guerrero Oscuro ha vuelto a este mundo.

—No ha cambiado —añadió otro, con un tono casi de desprecio—. Sigue oliendo a azufre.

—Y sin embargo —dijo la mujer—, sigue respirando. A pesar de todo lo que hemos hecho para exterminar a los suyos.

Los soldados murmuraban. Algunos daban un paso atrás, otros tensaban sus armas.

El caballero del centro levantó su mano.

—Tienes tres opciones, Guerrero Oscuro —declaró con solemnidad—. Te arrodillas y juras fidelidad al Creador... entregas tu alma para su juicio... o mueres aquí mismo purificado por fuego divino.

Fénix bajó lentamente la cabeza. Por un instante, pareció que iba a responder con sumisión.

Pero soltó una carcajada seca, sin rastro de alegría.

—¿De verdad creéis que todavía creo en vuestra mierda? —alzó la mirada, oscura, afilada como cuchillas—. A la mierda vuestra fe. A la mierda vuestra Inquisición. A la mierda vuestro dios.

Sus manos se movieron con precisión. La espada surgió de su espalda con un siseo metálico.

—Y a la mierda vosotros.

Se colocó en guardia, los ojos fijos en los tres caballeros.

La niebla se agitó como si respondiera a su ira.

El silencio se rompió con un gesto.

Uno de los tres inquisidores —el de voz grave, el más alto y con una cruz negra pintada en la pechera— dio un paso al frente. Su tono fue seco, implacable, como un verdugo leyendo una sentencia ya escrita desde hacía siglos.

—¡Por decreto de la Santa Inquisición, el Guerrero Oscuro es hallado culpable de herejía, de crímenes contra la fe y de portar una maldición antigua! ¡Por lo tanto... que sea ejecutado!




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