Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 3 - Padre e Hijo

Capítulo 3 - Padre e Hijo

La noche caía sobre el campamento inquisitorial como un manto pesado y oscuro. Las antorchas apenas podían combatir la negrura que se cernía desde los árboles. Fénix, ya libre de sus cadenas gracias a Nym, se movía entre las sombras, con su armadura enfundada y su espada descansando sobre su espalda. El aire olía a cenizas... y a sangre.

Un grito desgarrador rompió el silencio.

Fénix se agazapó tras un carro de suministros. El corazón le golpeaba el pecho, pero no por miedo. Era otra cosa. Reconocía ese sonido.

Se acercó sigilosamente al centro del campamento, y lo que vio no era un combate... era una carnicería.

Cuerpos mutilados por doquier, vísceras desparramadas como decoraciones grotescas, y un gigante de carne y oscuridad de más de tres metros de altura atravesando los soldados como si fuesen juguetes rotos. Su cuerpo, deforme pero poderoso, era una amalgama de fuerza brutal, piel desgarrada y garras que parecían cuchillas naturales. Su cráneo alargado, lleno de astas como ramas negras, relucía bajo la luna ensangrentada.

Fénix lo reconoció al instante.

—Azazael... —murmuró con los dientes apretados—. Maldito monstruo...

El wendigo se giró con lentitud, y sus ojos brillaron con una chispa de inteligencia maliciosa. Su boca se curvó en una sonrisa feroz, casi humana.

—Ah... si no es el mocoso —gruñó la criatura con una voz grave, casi burlona—. ¿Sigues vivo? Qué decepción. Pensé que ya te habrías dejado matar por alguna causa noble y estúpida.

Fénix avanzó lentamente, sin temor.

—Tú... deberías estar muerto.

—Y sin embargo, aquí estoy, en todo mi esplendor. —Azazael extendió los brazos manchados de sangre como si se presentara ante una multitud—. Qué ironía, ¿no crees? Un padre devorando inquisidores mientras su hijito juega a ser caballero negro.

—No he venido a hablar contigo.

Azazael soltó una carcajada atronadora, casi alegre.

—Oh, claro que sí has venido. Siempre vuelves. Como un perro que no puede dejar de lamerse las heridas.

Fénix entrecerró los ojos. No sabía si quería matarlo o simplemente escuchar lo que tenía que decir.

—Y ni siquiera me has agradecido —añadió Azazael con sorna—. Hace un año y medio, en el Crisol del Caos... ¿recuerdas? Esa cámara infernal, esa jaula de almas. Si no fuera por mí, tú estarías muerto.

Fénix apretó los puños. No iba a caer en sus provocaciones.

—Pero no te preocupes, hijo —continuó Azazael mientras arrancaba la cabeza de un inquisidor aún jadeante—. No espero tu gratitud. Después de todo, ¿cómo podrías superar a un ser como yo?

El monstruo se irguió, cubierto de vísceras y arrogancia.

—Soy una obra de arte viviente. Una combinación perfecta de brutalidad, instinto y poder. Un dios menor, una leyenda con garras. ¿Y tú? Apenas una sombra con sed de venganza. Un niño malhumorado con una espada que brilla.

Fénix lo miró con frialdad. No dijo nada. Aún.

Azazael se giró hacia él, curioso. Había algo en esa quietud... algo que recordaba.

—Vamos, dime algo. ¿Vas a quedarte ahí parado como un maniquí, o vas a intentar hacer lo que tu madre nunca pudo?

—¿Qué te hace pensar —escupió Fénix con frialdad— que no te mato aquí mismo?

Azazael soltó una carcajada gutural, tan grave que hizo vibrar el aire.

—¿Matarme tú? —rió, como si hubiera escuchado el mejor chiste en siglos—. Hijo mío... He desgarrado a inquisidores con un solo dedo. He hecho arder monjes con la mirada. No puedes ni soñar con tocarme en este estado tan... humano tuyo.

Fénix apretó los puños, con las venas marcándosele en los antebrazos.

—Te subestimas —añadió Azazael, señalándolo con una de sus garras ensangrentadas—. No niego que tienes agallas, eso te lo reconozco... Pero no tienes poder. Y sin poder, no eres nada.

—No necesito tus lecciones —respondió Fénix, áspero.

Azazael continuó como si no lo hubiera escuchado.

—Y aun así, aquí estás, con tus pequeñas cruzadas. Crees que vas a derrotar a Marius... ¿con qué? ¿Con ese cuerpo enclenque y esa espada oxidada? —soltó una carcajada más, burlona, mientras alzaba los brazos—. Ese hombre no es mortal, Fénix. Y tú... ahora mismo no podrías ni arrancarme un cabello sin que te aplaste el cráneo.

Fénix lo observó en silencio, sin retroceder ni pestañear, pero con la rabia mordiéndole por dentro.

—Eres patético —susurró al final, con veneno en la voz.

Azazael sonrió de lado, mostrando los colmillos, complacido por la tensión.

—Y tú eres mi sangre —gruñó con arrogancia—. Aunque te pese.

El aire vibró cuando Fénix desenfundó su espada con un chasquido seco. El acero relució a la luz del fuego como si supiera que se avecinaba sangre.

—¡Tú y yo vamos a arreglar esto ahora mismo, Azazael! —rugió, con la garganta tensa de rabia—. ¡Ahora mismo!

Sus ojos brillaban con furia. Ya no era el miedo lo que lo dominaba, sino una ira tan pura que apenas podía controlarla.

—¡Te voy a matar, maldito bastardo! ¡No me importa lo que seas! ¡Voy a hundirte esta espada en el pecho y hacerte sangrar como hiciste con todos ellos!

Azazael simplemente lo miró. Luego... sonrió. Una sonrisa que no mostraba emoción alguna, solo diversión cruel. Y entonces, sin moverse apenas, alzó su brazo.

El impacto fue tan brutal que Fénix no llegó ni a ver el movimiento. Un solo golpe bastó para lanzarlo por los aires como si fuera un muñeco de trapo. Su cuerpo se estrelló contra un árbol cercano con un crujido seco, y cayó al suelo de rodillas.

Tosió. Sangre le brotó de la boca, caliente y espesa. Apenas podía respirar.

Azazael soltó una carcajada salvaje, como si alguien le hubiera contado el mejor chiste del mundo.

—¡¿Eso era todo?! —exclamó con burla—. ¡¿Ese era el gran hijo de Azazael?! ¡Patético!

Pero entonces... un estruendo interrumpió su diversión.

Varios inquisidores emergieron de entre los árboles, armas en mano, rodeando al demonio con gritos de guerra. Algunos portaban lanzas, otros antorchas. Azazael giró la cabeza lentamente hacia ellos, su sonrisa deformándose en una mueca de hambre.




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