Capítulo 4 - El Herrero del Monasterio
Temprano por la mañana, Fénix se levantó del improvisado campamento. Aún sentía los golpes de la noche anterior, pero no tenía tiempo que perder. Se incorporó con esfuerzo y retomó la marcha. A su alrededor, la nieve caía con lentitud, cubriendo el bosque con un manto blanco.
—Vaya... parece que el invierno por fin ha llegado —murmuró para sí, mientras la escarcha crujía bajo sus botas.
Nym volaba a su lado, sacudiéndose los copos que se le pegaban al cabello.
—Qué romántico... congelarse hasta los huesos —ironizó con una mueca, volando en círculos alrededor de él—. ¿Seguro que este monasterio tuyo no está más al sur?
Fénix no respondió. A lo lejos, entre la bruma helada, distinguió la silueta de una antigua construcción de piedra: el monasterio. Las campanas no sonaban, y el lugar parecía inmóvil bajo la nevada.
Al llegar a las puertas, una de las hermanas, con hábito grueso y manos cubiertas por guantes de lana, lo recibió con sorpresa.
—¡Por el cielo! —exclamó—. ¡Fénix! ¿Eres tú?
—Sí. Vengo buscando a mi viejo colega, el fraile Tom. ¿Está aquí?
—En el sótano, como siempre... forjando espadas y armaduras.
Fénix asintió y se adentró en el monasterio. Los pasillos de piedra estaban tibios por la leña encendida, y el eco de los martillazos se escuchaba desde las profundidades.
El sótano del monasterio olía a hierro viejo y a aceite. Las antorchas chispeaban contra las paredes de piedra, proyectando sombras temblorosas sobre los montones de armaduras, armas rotas y piezas mecánicas esparcidas por todas partes. Fénix descendió los escalones con paso firme, sus botas resonando en la piedra húmeda.
—¿Tom? —llamó con voz grave, haciendo eco en el pasillo.
Un estruendo metálico se oyó al fondo, seguido de un grito.
—¡Por todos los santos! ¡Casi me matas del susto! —exclamó un hombre regordete, con un delantal cubierto de hollín y una lupa colgándole del cuello.
Tom parpadeó un par de veces antes de fijarse bien en la figura frente a él. Sus ojos se abrieron como platos.
—No puede ser… ¿Fénix? ¡Pensé que estabas muerto! —dijo, soltando las herramientas y acercándose con una mezcla de sorpresa y alegría.
Fénix esbozó una ligera sonrisa.
—Casi. Pero no tuve tanta suerte —respondió con su tono áspero habitual.
Tom lo rodeó, observándolo de pies a cabeza. La armadura ennegrecida, las marcas de cortes y abolladuras, el manto desgarrado.
—Por el amor del cielo… —murmuró—. Pareces una estatua que sobrevivió a diez guerras.
—Vine a que me repares la armadura —dijo Fénix, quitándose los guanteletes. El sonido del metal golpeando la mesa resonó en el taller—. Ha pasado factura.
Tom asintió y comenzó a revisar las piezas. Desatornilló con cuidado la pechera mientras murmuraba para sí.
—Desgaste en las juntas, fisuras en los bordes… y mira esto —golpeó suavemente una de las placas—. Esto parece tener diez años de uso sin parar, ¡y solo ha pasado un año y medio! ¿Qué demonios hiciste?
Fénix se encogió de hombros.
—Enfrenté de todo un poco. Bestias del abismo, vampiros, nigromantes… incluso algunos humanos demasiado tercos.
Tom levantó la mirada, incrédulo.
—¿Y sigues entero? Debes tener más suerte que sentido común.
El guerrero dejó caer su enorme espada sobre el banco, haciendo que el suelo temblara. Tom se giró al oír el golpe y soltó una carcajada.
—¡Por los dioses! ¡Hasta la espada parece haber pasado una eternidad de guerras! Las melladuras cuentan historias, ¿eh?
—Cada una de ellas —respondió Fénix, con una mirada distante.
Tom, curioso, abrió el compartimiento de la pechera y soltó un silbido.
—¿Otra vez con esto? —preguntó, señalando el generador explosivo integrado—. Parece que lo usaste día y noche sin descanso. ¡Te dije que no era para abusar! Si esto se recalienta, te va a volar el pecho, ¿lo sabes?
Fénix apenas lo miró.
—Cumplió su función.
—Sí, claro, hasta que te explote en la cara —bufó Tom, limpiándose las manos en un trapo—. En fin, déjamela. Puedo arreglarla, pero necesitaré tiempo.
Fénix asintió.
—No tengo prisa.
—Entonces quédate a pasar la noche aquí —dijo Tom, encendiendo otra lámpara—. Mañana al amanecer la tendrás lista. Y te haré un guiso decente, por los viejos tiempos.
El guerrero soltó una leve exhalación que casi pareció una risa.
—Eso suena… bien.
Tom lo miró, entre sorprendido y conmovido.
—Nunca pensé escuchar a Fénix Rogers decir que algo suena bien.
El silencio los envolvió un instante, roto solo por el crepitar de las antorchas.
La mañana se levantaba fría y silenciosa sobre el monasterio. Una ligera bruma cubría el patio, y el aliento de Fénix se perdía en el aire gélido mientras observaba el horizonte gris. El sonido distante de los monjes iniciando sus labores resonaba como un eco leve entre los muros de piedra.
Aquel lugar, aislado y casi olvidado por el mundo, ofrecía un respiro que el guerrero no recordaba haber tenido en mucho tiempo. Su mirada estaba fija en el cielo pálido cuando una figura diminuta, de alas brillantes, descendió planeando hasta posarse en su hombro.
—Vaya, vaya… —dijo Nym con voz juguetona—. Si no es el gran guerrero oscuro contemplando el amanecer. ¿Qué pasa, te pusiste sentimental o estás calculando a quién romperle las piernas esta vez?
Fénix alzó apenas una ceja, sin apartar la vista del horizonte.
—No lo sé. Tal vez a nadie hoy —respondió con calma, aunque en su tono se notaba cierto cansancio.
Nym se cruzó de brazos, flotando frente a su rostro.
—¿Nadie? ¿Y yo que pensé que este día empezaría con fuego, sangre y destrucción? Qué decepción.
El guerrero dejó escapar una leve exhalación, algo que en él casi podía considerarse una risa.
—Tómate un descanso, Nym. Hasta la guerra necesita respirar.
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Editado: 14.10.2025