Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 6 - De vuelta a las andadas

Capítulo 6 - De vuelta a las andadas

La luz del alba entraba fría por las pequeñas ventanas del sótano. Entre virutas de metal y herramientas, Tom colocó la última pieza sobre la mesa y respiró hondo antes de mirar a Fénix con ese orgullo torpe que siempre mostraba cuando algo suyo salía bien.

—Listo —dijo, secándose las manos en el delantal—. Te va a sentar bien.

Fénix permaneció en pie, la capa recogida sobre el brazo, la espada apoyada junto a la pared. Tom le indicó un taburete y empezó a enumerar mientras, con gestos, mostraba detalles que antes sólo él conocía.

—Reforcé las juntas con placas articuladas; ahora la armadura flexiona mejor sin perder resistencia. Puse un par de amortiguadores en los tirantes para que no sientas tanto el golpe al hombro cuando la espada choque —Tom palmeó la pechera con cariño—. La pechera la reconstruí por dentro: coloqué un forro con runas menores para disipar calor y va a aguantar mejor explosiones pequeñas. También remaché y repasé la hoja; la templé de nuevo y le saqué las mellas. Está como nueva.

Fénix se levantó con calma y, sin prisa, dejó que Tom le ayudara con las correas. La armadura se ajustó a su cuerpo con un ruido seco de metal encajando; el arreglo tenía el olor a aceite y a hierro recién trabajado.

—¿Y la capa? —preguntó Fénix, haciendo girar la tela entre los dedos.

Tom sonrió y se acercó, dejando ver la capa extendida sobre la mesa.

—La tejí con hilo tratado y la bendije un par de veces. No es invulnerable, pero la fibra repele llamas; si te alcanzan por sorpresa, tendrás unos segundos más de margen. Además reforcé la vaina y le añadí un cierre rápido para que no se abra con la carrera. Nada de lujos, pero sí cosas que salvan la vida.

Fénix la recogió, la colocó sobre los hombros y notó cómo el tejido se acomodaba distinto; la capa tenía peso, pero no le molestaba. Miró a Tom con una mezcla de gratitud y dureza.

—Buen trabajo —murmuró—. ¿Cuánto te debo?

Tom negó con la cabeza y guardó la llave inglesa en el bolsillo del delantal.

—No me debes nada. Andas vivo, ya pagaste. Pero hay algo más —añadió, con esa sonrisa de quien tiene una sorpresa que no quiere ocultar del todo—. Traje unas ayudas para emergencias.

De una caja de madera Tom sacó una pequeña bolsa de cuero. La dejó sobre la mesa y la abrió con cuidado: dentro había varios artefactos redondeados, envueltos en paños. Su aspecto era inofensivo a simple vista.

—Son cargas compactas —explicó Tom, sin entrar en tecnicismos—. No es invento mío; las probé en el patio. No quiero que las uses a lo estúpido, pero te rendirán un servicio si te ves apretado. Son ruidosas y llamativas, y funcionan para abrir rutas o distraer. No para jugar.

Fénix tomó la bolsita con una mano. Pesaba lo justo. Miró los objetos, luego a Tom.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó con la voz áspera.

—Perfectamente seguro —respondió Tom—. Yo las fabrico con lo que aquí se puede: rapidez y efecto localizado. No te daré lecciones de jardín, pero… manéjalas con cabeza.

Fénix sacó una de las cargas y la sostuvo entre los dedos. Tom no explicó mecanismo alguno; se limitó a señalar un pequeño raspador que llevaba en el borde de la mesa, algo humilde y gastado.

—Si tienes que probar una, hazlo lejos de lo que quieras conservar —aconsejó Tom sin más. Su tono era serio, y en su mirada se veía el respeto por quien volvería a lanzarse al mundo.

Fénix apoyó la carga contra una piedra al borde del banco, rozó con el raspador y, al instante, una chispa breve saltó y la carga lanzó un fogonazo controlado que aulló en el sótano. Fue un estallido seco, más sonoro que dañino; el humo olió a azogue viejo y metal caliente. Tom sonrió satisfecho.

—Eso estuvo bien —dijo—. Ahora la guardas y cuando lo necesites, la usas. Pero recuerda: primero piensas, luego disparas.

Fénix guardó la bolsita en un compartimento interior de la armadura, donde Tom había dejado una funda acolchada. Se alzó con la espada al hombro, ajustó la capa anti-fuego y miró a su viejo amigo.

Tom subió tras Fénix por las escaleras de piedra que llevaban del sótano al pasillo principal del monasterio. El sonido de las botas metálicas del guerrero resonaba con un eco firme y pesado, como si cada paso marcara el final de una etapa más en su cruzada. Al salir al patio, la luz gris del amanecer les envolvió, y una brisa helada agitó la nueva capa de Fénix.

El herrero caminó junto a él hasta la puerta principal del monasterio, donde los muros antiguos daban paso al sendero cubierto de hierba y maleza. Durante un rato, ninguno habló. Solo el viento y el crujido de las ramas llenaban el silencio.

Tom rompió la quietud con voz baja, casi como si temiera interrumpir algo sagrado.
—¿Y Lilith? —preguntó—. Pensé que vendría a despedirse.

Fénix no respondió de inmediato. Miró hacia el bosque distante, donde el cielo comenzaba a teñirse de tonos plateados. Fue Tom quien contestó su propia pregunta, suspirando.
—No quiso venir —dijo—. Dijo que no soportaría verte marchar otra vez. Ya la última vez la dejó hecha pedazos, ¿sabes? Prefirió quedarse en silencio antes que repetir esa despedida.

Fénix bajó la mirada. La sombra del casco cubrió sus ojos, y su voz sonó contenida, casi en un murmullo.
—Comprendo... —fue lo único que dijo.

Tom asintió, con una tristeza discreta. Dio un par de pasos atrás, sin intentar detenerlo.
—Entonces supongo que es hora. Cuídate, Fénix. Que los dioses te guarden... o lo que quede de ellos.

Fénix le tendió el brazo y ambos chocaron los antebrazos, un gesto viejo, entre guerreros y hermanos de causa. Luego, el guerrero ajustó su capa, tomó la espada al hombro y sin mirar atrás se internó en el camino.

El bosque lo recibió con un coro de hojas agitadas por el viento. Su silueta se fue perdiendo entre la maleza y las sombras, hasta que solo quedaron los ecos metálicos de su armadura.




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