Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 7 - La hambruna

Capítulo 7 - La hambruna

El cielo estaba encapotado, cubierto por nubes plomizas que dejaban caer una lluvia fina, intermitente. El carruaje avanzaba lentamente por el camino de tierra, sin techo ni protección, apenas una estructura de madera que crujía con cada bache. Los pasajeros iban encogidos, cubiertos con mantas húmedas y ropas gastadas.

Entre ellos, sentado en silencio, viajaba Fénix, con la capucha echada sobre el rostro. Las gotas se deslizaban por el borde de la tela y caían sobre sus guantes de cuero. Su mirada perdida no veía el paisaje; solo sombras, recuerdos, fragmentos de batallas y voces que ya no existían.

A su lado, una mujer joven sostenía a su bebé envuelto en trapos. El pequeño tenía la piel pálida, los labios agrietados. Tosía débilmente, y cada espasmo le sacudía el pecho diminuto. La madre intentaba cubrirlo, susurrándole oraciones a un dios que ya nadie recordaba.

Frente a ellos, un hombre delgado, con barba descuidada y un sombrero roto, no dejaba de hablar. Su voz era áspera, cargada de miedo y desesperanza.

—La hambruna… dicen que empezó en las tierras del norte, pero ahora está por todas partes —decía, agitando las manos—. Ni los templos reparten pan. Las cosechas se pudren, los animales mueren. Dicen que es castigo divino… o que los vampiros del imperio han vuelto a moverse.

Nadie le respondía, pero él seguía, como si necesitara llenar el silencio para no escuchar el rugido del hambre en su propio estómago.

—Mi hermano fue a Vandrel, ¿sabéis? Dicen que allí el trigo aún crece. Pero no volvió. Nadie vuelve. Todo está perdido. Todo...

Fénix mantenía la vista baja, el rostro oculto entre sombras. Cada palabra del hombre se mezclaba con los murmullos de la lluvia. No escuchaba realmente. Su mente vagaba lejos, hacia rostros y promesas que el tiempo había devorado.

Finalmente, el carruaje se detuvo brevemente en un cruce de caminos. El conductor, un anciano de rostro curtido, levantó la vista.
—¿Alguien baja aquí? —preguntó.

Fénix levantó la cabeza despacio. La lluvia goteó de su capucha mientras murmuraba con voz grave:
—Yo. Aquí me bajo.

El conductor asintió sin hacer preguntas. Fénix se incorporó, bajó del carruaje y ajustó la capa. El barro se hundía bajo sus botas mientras el agua le empapaba los hombros.

El hombre hablador lo siguió con la mirada.
—¡Oye, forastero! —gritó—. ¡No hay nada por ese camino, solo ruinas!

Fénix no respondió. Cerró el cinturón de su espada, dio un último vistazo al carruaje —a la mujer, al niño, al murmullo de la miseria humana— y comenzó a andar.

El carruaje volvió a ponerse en marcha, alejándose entre la niebla. Fénix siguió su camino solitario por el sendero de tierra, con el sonido de la lluvia y el eco de sus propios pasos acompañándole en la vastedad del mundo muerto.

La lluvia comenzó a caer con más fuerza, tamborileando sobre la capa de Fénix mientras avanzaba por el sendero embarrado. Las gotas golpeaban la tierra con un sonido constante, casi hipnótico.

De pronto, algo se movió en su bolsillo. Una diminuta cabeza peluda asomó entre la tela húmeda y, con un rápido salto, Nym salió volando, sacudiendo sus alas mojadas hasta quedar flotando junto al rostro del guerrero.

¿Cuánto tiempo dormí? —bostezó, frotándose los ojos con las patitas—. Podrías haberme avisado antes de salir bajo la lluvia, grandulón.

Fénix ni siquiera giró la cabeza; siguió caminando, las botas hundiéndose en el barro.
—No quería despertarte —respondió con su tono grave y cansado—. A veces hasta tú mereces descanso.

Nym voló a su lado, esquivando las gotas que caían como agujas de cristal.
Sí, claro… muy gracioso. —Miró a su alrededor y frunció el ceño—. Oye, ¿a dónde vamos exactamente?

—Por aquí cerca —dijo Fénix, señalando hacia el bosque que se extendía más allá del camino— hay unas cuevas antiguas. Podemos refugiarnos ahí hasta que amaine la lluvia.

Nym ladeó la cabeza, observando el entorno. Los árboles eran altos y retorcidos, sus ramas parecían dedos huesudos que arañaban el cielo gris. La niebla cubría el suelo y apenas dejaba ver unos metros adelante. Un escalofrío recorrió su diminuto cuerpo.
No me gusta este sitio… —murmuró, inquieto—. Tiene una vibra muy rara. Es como si… algo nos observara.

Fénix, sin detener el paso, asintió lentamente.
—Este lugar lo tiene merecido —contestó—. Hace siglos fue territorio de sectas. Aquí realizaban rituales de sangre, sacrificios, pactos con entidades que ya nadie recuerda.

Nym tragó saliva, mirando las sombras entre los árboles.
¿Y eso no te parece razón suficiente para dar la vuelta?

Fénix soltó una leve sonrisa, apenas perceptible bajo la capucha.
—También fue refugio de antiguas manadas de lycan… y de clanes de vampiros. Por eso el terreno quedó marcado. La oscuridad tiene memoria.

Genial, —bufó Nym, cruzándose de brazos— una cueva maldita. Justo lo que necesitábamos.

—No te preocupes —dijo Fénix, ajustando la espada en su espalda mientras un trueno retumbaba a lo lejos—. No pienso quedarme mucho. Solo necesito un techo y silencio.

Y si algo se mueve ahí dentro, —añadió Nym con sarcasmo— te encargo que no lo mates antes de asegurarte de que no era una piedra.

Fénix siguió caminando entre la lluvia cada vez más intensa, el vapor saliendo de su respiración y las sombras del bosque cerrándose a su alrededor.

Fénix y Nym llegaron empapados a la entrada de una cueva oscura. El sonido de la lluvia se amortiguaba entre las piedras, convirtiéndose en un murmullo constante. El guerrero dejó caer su capa empapada, observando el interior: húmedo, pero lo suficientemente amplio para refugiarse.

Con movimientos precisos, comenzó a juntar algunos restos de madera vieja y ramas secas que encontró cerca de la entrada. Pronto, el crepitar del fuego llenó el aire, arrojando destellos anaranjados sobre las paredes rugosas. Fénix se sentó frente a la fogata, el rostro parcialmente cubierto por las sombras, dejando que el calor le secara la armadura.




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