Capítulo 8 - La santa sede
La ciudad sagrada de Eclesia, capital del poder de la Santa Sede, se alzaba como un monumento al orden y la fe. Sus murallas blancas, bañadas por el sol del mediodía, relucían como mármol pulido, aunque bajo aquella pureza latía un corazón severo y despiadado.
El sonido de los cascos resonó en la avenida principal cuando Natalie Elroden y su escuadrón atravesaron las puertas. Los estandartes de la Inquisición ondeaban sobre las torres, y los fieles se apartaban reverentes al paso de las armaduras negras. Ella marchaba al frente, el rostro sereno, los labios apretados, con la mirada fija en el gran edificio que dominaba el horizonte: La Basílica de la Pureza, sede de los altos mandos de la Iglesia.
Al llegar, los portones se abrieron con solemnidad. Dentro, el aire olía a incienso y piedra fría. Las figuras de los cardenales y prelados se encontraban reunidas en el salón de juicios, rodeadas por vitrales que proyectaban luces de colores sobre el suelo de mármol.
Uno de los altos mandos, el Cardenal Armand, fue el primero en hablar:
—Inquisidora Natalie Elroden… —su voz resonó como un trueno—. ¿Dónde está el objetivo?
Natalie bajó la cabeza.
—Escapó, eminencia.
Un murmullo recorrió la sala. Otro de los ancianos, el Obispo Laurens, golpeó su bastón con impaciencia.
—¿Escapó? —repitió con desdén—. ¿Después de haber enviado a tres escuadrones tras él? ¿Después de haber sacrificado recursos, caballeros y tiempo de la Santa Sede?
—Sí, señor —respondió Natalie, firme, aunque su voz cargaba un matiz de frustración—. El Guerrero Oscuro logró huir.
Entonces otro miembro del consejo, un hombre gordo con una cruz dorada al pecho, bufó con desprecio.
—Siempre supe que no estaba hecha para esta tarea. Solo tiene un apellido, nada más. Los Elroden fueron cazadores legendarios… ella no lo es.
Las palabras cayeron como dagas. Natalie no se defendió. Sabía que nada serviría.
El Cardenal Armand asintió lentamente, con un gesto de sentencia.
—A partir de este momento, Natalie Elroden queda relevada de su rango inquisitorial. Pasará a servir como soldado raso en el destacamento del norte. Tal vez allí aprenda lo que significa el deber.
El eco del bastón selló su destino.
—Entendido, eminencias —dijo con voz tensa, inclinando la cabeza antes de retirarse.
Los portones se cerraron tras ella con un estruendo.
El pasillo se sentía más largo que nunca. Cada paso resonaba entre los muros de piedra, y las miradas de los acólitos se clavaban en su espalda. Cuando por fin llegó a sus aposentos, cerró la puerta tras de sí y se dejó caer contra la pared.
El silencio la envolvió. Solo el rumor lejano de los cantos litúrgicos se filtraba por la ventana.
Miró sus manos, temblorosas. Aún podía sentir el calor de aquella noche… el fuego, el caos, y esa voz profunda y grave que la perseguía desde entonces.
"No eres nada sin tu apellido."
Las mismas palabras que le habían arrojado hoy los altos mandos. Las mismas que le había dicho él, el Guerrero Oscuro, antes de desaparecer entre las sombras.
Natalie cerró los ojos con fuerza, apretando los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos. La humillación ardía más que cualquier herida.
Y mientras la luna ascendía sobre los muros de Eclesia, en lo más profundo de su mente, una idea comenzaba a crecer:
si algún día lo volvía a encontrar, no descansaría hasta matarlo… o morir intentándolo.
El sueño de Fénix fue corto y raso, como una herida que no termina de cerrar. La cueva olía a humo apagado y humedad; la fogata apenas dejaba un anillo de calor que luchaba por no ser devorado por la noche fría. Nym dormitaba arrugado en una esquina de la capa, con una pata colgando.
Un sonido seco, metálico, se coló entre las paredes de roca: primero un leve crujido, luego un raspado, y después algo que parecía arrastrarse con pesadez hacia la entrada. Fénix abrió los ojos de golpe. El instinto le tensó los músculos como cuerdas de acero. En un movimiento fluido ya estaba en pie, la mano en la empuñadura de la espada.
—¿Qué fue eso? —susurró Nym, sobresaltado, mientras se incorporaba y se posaba flotando al lado de Fénix.
—Algo que no debería estar aquí —respondió él, sin apartar la vista de la oscuridad interior de la cueva—. Quédate cerca.
Los sonidos crecieron: un golpeteo sordo, como piedra rozando piedra, mezclado con un murmullo que no era del viento. De la penumbra emergieron cuatro figuras que, por su silueta, parecían talladas más que nacidas: cuerpos compactos, alas dobladas en ángulos imposibles, cabezas con rasgos de bestia y rostros de piedra cuarteada. Se posaron sobre los salientes de la cueva con la misma quietud que una estatua; sin embargo, había vida en su presencia: un pulso antiguo, una fría animación que hacía vibrar la roca bajo sus garras.
Nym apretó los labios y, por una vez, su voz perdió la ironía.
—¿Gárgolas? —pronunció en voz baja—. Me lo olía.
Fénix dejó que sus ojos recorrieran a las cuatro criaturas: la primera, de cuernos bajos, bufó dejando escapar un humo gris; la segunda alzó una garra y la rozó contra el suelo, produciendo chispas; la tercera tenía ojos que brillaban con un fulgor rojizo; la cuarta se inclinó, probando el aire como si olfateara carne fresca. Todo en ellas rezumaba antigüedad y hambre.
—Me lo parecía —repitió Fénix, apretando la empuñadura hasta sentir los nudillos palidecer—. No son de piedra muerta. Ten cuidado.
Sin esperar más, desenfundó. El acero cortó el aire con un siseo grave, reflejando la mala luz del fuego. La hoja parecía reaccionar con hambre de combate, resonando como un presagio. Fénix avanzó un paso y, con un grito que salió de lejos, cargó.
Su velocidad rompió la distancia: la primera gárgola bajó de su saliente con un batir pesado de alas; él la recibió con la espada en cruz y, con un arco potente, le abrió la garganta. La piedra no fue rival: la hoja penetró un punto blando entre escamas pétreas y carne endurecida, y la criatura se desplomó en un retumbar que sacudió la cueva.
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Editado: 14.10.2025