Capítulo 9 - camino a Valaquia
La mañana se estiraba perezosa cuando Fénix avanzó por el sendero de tierra, la capa aún húmeda en la espalda y la espada vibrando contra su espalda con cada paso. Nym volaba a su lado, moviendo las alas con calma mientras relataba su vida con ese tono entre fanfarrón y melancólico que tanto le gustaba.
—Yo vivía en una casita pequeña —decía Nym, estirando las palabras como si fueran monedas que lanzar—. Me aburría muchísimo. Todo el día lo mismo: telarañas, té rancio, visitas incómodas… hasta que un día me dije: «Nym, necesitas una historia buena». Salí a buscar una, y mira —señaló a Fénix con el dedo—, encontré al espectáculo entero.
Fénix no respondió; apenas ladeó el rostro, permitiendo que el hada hablara. No necesitaba interrumpir: la vida de Nym siempre terminaba convirtiéndose en un entretenimiento ajeno.
A los pocos minutos encontraron el olor inconfundible de alcohol barato y carne frita: un bar a la vera del camino, madera negra, un letrero tambaleante. Entraron. La penumbra les tragó un instante y luego el bar les vomitó una mezcla de humo, voces y miradas. En una esquina, una banda abundante en cicatrices y tatuajes ocupaba una mesa; sus risas eran demasiado altas, sus cuchillos demasiado visibles. Dos jóvenes, de unos dieciséis años, corrían sirviendo jarras y platillos: él, delgado, con las manos ásperas por el trabajo; ella, pelirroja —más naranja que rojo—, con ojos verdes que brillaban y no se dejaban intimidar.
—¿Otra ronda para la mesa tres? —preguntó la chica, colocando las jarras con firmeza.
—¡Más rápido, mocosa! —gruñó uno de los esbirros, apretando la mano sobre la jarra que le daban—. ¿Qué esperas, que crezcan de los barriles?
La chica los miró con desprecio; el muchacho intentó calmar, pero su voz tembló. La discusión subió de tono: insultos velados, algunos empujones. Los dos jóvenes estaban acostumbrados a aguantar; el bar pagaba mal pero pagaba.
Fénix caminó con paso largo hasta la barra. El líder de la banda, un tipo de mandíbula dura y mirada asesina, se incorporó entre risas al ver un desconocido como ellos acercarse. Tenía una presencia construida a golpes y amenaza.
—Aquí no nos gustan los forasteros —dijo, con la voz como un musgo áspero—. Te pediría con educación que te vayas.
Fénix lo miró como se mira una piedra que no merece comentario.
—Muévete. Estorbas.
El líder frunció el ceño y dio un paso adelante, los puños apretados. Le sobraba la soberbia y le faltaba la prudencia. Con un gesto brusco quiso arrancarle la capa o la espada; fue su error.
Fénix desenfundó. La hoja, larga y pesada, cantó en el aire como si bendijera la violencia. Un corte limpio y seco partió al bandido en dos. La sangre y la sorpresa llenaron la sala como un líquido caliente. Silencio absoluto.
Después, sin prisa, Fénix miró a los esbirros que aún respiraban.
—¿Quién quiere ser el siguiente? —preguntó, con la voz plana.
Los hombres tragaron saliva; algunos ya retrocedían, otros buscaban la puerta con la mirada. Fénix no quería prolongar el juego. Con gesto deliberado recogió una cantimplora, la lanzó a la barra y dijo al tabernero, con una orden que no admitía réplica:
—Llénala de agua.
El cantinero, pálido, obedeció. Nadie protestó. Nadie se acercó.
Mientras tanto, Nym se había acercado a los dos jóvenes. Con descaro tomó un trozo de carne que reposaba en una bandeja y lo sostuvo ante ellos como si ofreciera una limosna de actor. Luego, con teatralidad, mordisqueó una esquina y pronunció:
—Deliciosa, ¿eh? Tenéis buen gusto para los condimentos. Y tú —señaló a la pelirroja—, no deberías dejar que estos payasos te traten así. —Guiñó un ojo con sorna—. Si quieres, puedo contarte una historia mejor que la que ellos verán hoy.
La muchacha le lanzó una mirada que mezclaba incredulidad y diversión; el muchacho, alivio escondido tras el gesto, sonrió torpemente. Nym, contento, se encaramó al borde de la barra y comenzó a recitar una versión exagerada de sus aventuras, mientras la taberna mutaba entre temor y fascinación.
—Vaya espectáculo —murmuró Fénix a media voz, mientras guardaba la espada—. Vamos. No quiero convertir esto en costumbre.
Se marcharon. El bar quedó con la marca de sus huellas y un silencio que pesaba.
Nunca olvidaré cómo tembló el aire. Yo solo venía a dejar jarras y limpiar mesas, a ganarme unas monedas para que mi hermana comiera. Hoy los tipos de la mesa cuatro estaban peor de lo habitual: olían a vino barato y problemas. Vi la cara del jefe cuando se apostó frente a ese forastero. Pensé que sería otra pelea que iba a terminar en una herida o en una noche más sin cobrar.
Pero entonces el forastero sacó una espada que brilló como si el sol la llevara dentro. En un instante todo cambió. El tipo cayó partido como una madera. Yo ni siquiera supe cómo reaccionar. El bar se quedó mudo, la sangre me supo a metal en la lengua. Sentí que alguien me quitaba un peso gigante de encima y, al mismo tiempo, que la tierra debajo de mis pies se abría.
La chica pelirroja no mostró miedo, solo… una forma de estar en pie que me enseñó cuánto más que yo llevaba dentro. Cuando el forastero lanzó la cantimplora y dijo que la llenaran de agua, algo en mí entendió que no todo ese mundo era para nosotros, pero que a veces alguien venía y partía las cadenas de golpe. Aún no sé si debo tenerle miedo o agradecimiento. Creo que las dos cosas.
Trabajo aquí desde que aprendí a sostener una jarra sin derramarla. La calle me enseñó a mirar recto y a no suplicar. Ellos —los de la banda— creen que porque pueden pagar una cerveza me compran paciencia. No conocen la mitad de lo que pesa un día en los zapatos de alguien.
Cuando ese hombre entró, pensé en lo peor; que sería más un tipo que andaba buscando problemas. Pero lo vi acercarse tranquilo, sin gritar, sin pedir permiso. El líder intentó hacerse grande y el mundo saltó con su reacción: todo se volvió rojo y frío.
#1191 en Fantasía
#713 en Personajes sobrenaturales
fantasia oscura magia vampiros, fantasía épica romántica, fantasía osura
Editado: 14.10.2025