Capítulo 11 - La ciudad de los muertos
La entrada a Valaquia se alzaba ante ellos como una quimera de piedra: murallas antiguas, almenadas y negras, con puertas cerradas de gruesa madera y hierro. Un hedor inmundo flotaba en el aire —ácido, dulzón, como carne podrida mezclada con sangre seca— y por un instante Fénix tuvo que apartar la cara para no vomitar.
A lo largo de las empalizadas, cuerpos colgaban ensartados en estacas: hombres, mujeres, animales. La vista era una letanía de miembros rígidos y ojos abiertos; los cuervos gorgojeaban y se alimentaban sin prisa. Donde la falda del cerro se unía con la muralla, las pilas de cadáveres formaban montículos nauseabundos que atraían insectos y enfermedad. El aire vibraba de pestilencia, y cada bocanada era una punzada en la garganta.
Fénix se apoyó en la empuñadura de la espada, la mano temblándole apenas. Contuvo las arcadas con fuerza; no podía permitirse debilidades ahora. Miró las murallas: no eran inexpugnables. Desde cierta distancia se apreciaba que las almenas no eran tan altas como en las fortificaciones modernas; con el equipo y algo de esfuerzo un hombre fuerte podría escalar. Por debajo, sin embargo, el foso parecía profundo y resbaladizo; más allá de las puertas, centinelas vigilaban con antorchas. Trepar sería arriesgado: demasiados ojos, demasiados guardias.
Nym, posado en su cabeza, inclinó el rostro para observar mejor. Sus alas temblaron con un gesto nervioso.
—Mira, grandulón —dijo con ese tono entre burlón y serio—: siempre puedes probar por las murallas… o puedes entrar por las cloacas. Las alcantarillas terminan bajo el mercado; podrían desembocar en la ciudad misma. Es sombrío, húmedo y apesta, pero es discreto.
Fénix cerró los ojos un segundo y devolvió la mirada al hedor y a las estacas.
—No me entusiasma la idea de meterme en las cloacas —respondió con voz áspera—. Huele a muerte y a rata.
Nym se rió, aunque sin alegría.
—Pues ya hueles a muerte de por sí, ¿no? Además, es la opción menos expuesta. Trepar las murallas significaría danza ante los arqueros y bienvenida con lanzas.
Fénix tanteó con la mano el costado de la capa, buscando el pequeño saquito con las cargas que Tom le había dado. No quería arriesgar más de lo imprescindible. Miró de reojo las pilas de cadáveres, la línea de centinelas y la ciudad detrás, envuelta en un humo oscuro. Respiró hondo, apretó la mandíbula y acabó por asentir.
—Vamos por las cloacas —dijo—. Rápido y silencioso.
Nym dejó escapar un chirrido satisfecho y se recolocó en el bolsillo interior de la capa, asomando solo la cabeza. Fénix dio un paso hacia el lateral de la muralla, donde la maleza y las piedras formaban una senda casi oculta que descendía hacia las bocas de desagüe. Cada paso sobre la tierra empapada era una meditación: entraban en un lugar marcado por putrefacción y violencia, pero también era el único camino que, por ahora, les daba una mínima esperanza de cruzar sin anunciar su llegada.
La ciudad les esperaba envuelta en olor y muerte.
El hedor de las cloacas fue lo primero en disiparse cuando Fénix emergió a la superficie. Se incorporó lentamente, empujando la tapa oxidada de una alcantarilla en medio de un callejón estrecho y húmedo. El aire libre olía a hollín, pan rancio y humedad vieja. La ciudad de Valaquia se extendía ante él: lúgubre, con sus casas de piedra ennegrecida, ventanas cubiertas con tablones y un cielo gris que nunca terminaba de aclarar.
Las calles estaban vivas, aunque la vida aquí se respiraba con miedo. Gente de rostros cansados, harapientos, caminaba sin mirarse. En los muros se podían ver símbolos grabados en sangre seca, y en lo alto, dominando todo el horizonte, se alzaba el castillo: una mole negra y puntiaguda, cuyos torreones parecían arañar el cielo. Desde allí, seguramente, el llamado “Señor de estas tierras” observaba todo.
Fénix avanzó por el empedrado, la capa cubriéndole el rostro. Su paso era silencioso, medido. Nym, asomado desde el cuello de la capa, miraba hacia los lados con una mezcla de curiosidad y desagrado.
—Bueno… esto sí que es un agujero de miseria, ¿eh? —dijo la pequeña criatura con voz burlona—. ¿Estás seguro de que este lugar tiene algo que valga la pena?
Fénix no respondió. Solo siguió caminando hasta que las calles se abrieron a una gran plaza central. Allí, sorprendentemente, la vida bullía. Había una feria improvisada: tenderetes de madera, niños correteando entre barriles, vendedores voceando pan y manzanas. La música de un violín desafinado sonaba entre las risas, aunque todas aquellas sonrisas parecían forzadas, como si las sombras que caían desde el castillo no dejaran a nadie olvidar dónde estaban.
En uno de los extremos de la plaza se alzaba la Gran Catedral de Valaquia. Sus campanas resonaban con lentitud, y las puertas estaban abiertas. Dentro, la luz de los cirios iluminaba la figura de un sacerdote anciano, encorvado pero de voz poderosa. Fénix se detuvo en el umbral, mezclándose entre los oyentes.
El sacerdote alzó su bastón y habló con un tono que imponía respeto y temor:
—¡Recordad, hijos del Altísimo! Cuando la noche caiga sobre Valaquia, ningún alma debe vagar por las calles. El Señor de estas tierras no perdona a los pobres diablos que desafían su voluntad. Abrid vuestros corazones a la fe y cerrad vuestras puertas al mal… pues el mal no se apiada de nadie.
Algunos fieles se persignaron. Otros, simplemente bajaron la cabeza en silencio. Fénix observó la escena con una mezcla de desdén y cansancio. Sabía bien lo que se escondía tras los discursos de salvación.
Nym, flotando discretamente sobre su hombro, susurró con una risita.
—Qué bonito. Nada como un viejo con sotana hablando del infierno mientras afuera todo apesta a muerte.
Fénix esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—El infierno ya está aquí —dijo en voz baja, apartándose de la multitud—. Solo que algunos todavía creen que pueden rezar para salir de él.
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Editado: 14.10.2025