Capítulo 12 - El viejo hechicero
La lluvia martillaba la noche con la misma insistencia con la que el mundo parecía martillar el alma de Fénix. La capucha le cubría el rostro; la capa y la armadura goteaban, y el ruido de sus pasos sobre el empedrado se perdía entre el rumor del agua. Nym, que había dormitado en uno de los bolsillos interiores, asomó la cabeza apenas, estirándose perezoso antes de desaparecer otra vez entre las telas.
Buscaban un refugio: un bar donde secarse y comer algo —no pedía mucho la noche—. El olor a humo, vino rancio y pan quemado guiaba a Fénix por las calles hasta que, al fin, vio la puerta del mesón con su letrero tambaleante. Estaba cerrado; la ventana tapiada. En su memoria aún resonaban las palabras del cura de Valaquia: «cuando la noche caiga, nadie debe vagar por las calles». Fénix apretó la mandíbula y siguió adelante.
Un sonido extraño —un gemido ahogado, algo entre súplica y gruñido— vino de un callejón lateral. Fénix se acercó sin prisa, con la mano ya en la empuñadura de la bayesta mini que colgaba de su cintura. Nym, que ya había salido del bolsillo y flotaba junto a su oreja, siseó con preocupación.
—¿Escuchaste eso? —susurró—. No me gusta cómo huele.
Al doblar la esquina la escena los dejó helados. Una figura inmensa, de casi dos metros, se recortaba contra la pared. No era humana: alas membranosas plegadas a la espalda, piel pálida como mármol viejo, colmillos que asomaban por entre los labios. En sus brazos sostenía a un anciano de ropa humilde; el hombre estaba medio inconsciente, la mirada perdida, la boca entreabierta en un quejido de dolor.
La vampiresa lo miraba con esos ojos sin fondo y habló con voz grave, lenta, como quien saborea cada sílaba.
—¿No entiendes, viejo? —dijo, inclinando la cabeza—. Tu tiempo se acabó. Tu sangre… ahora pertenece a la noche. No llores por lo que te espera; agradece que alguien aún te elija.
El anciano forcejeó apenas, tosió, trató de hablar, y de su garganta salió una frase rota:
—Por favor… no…
Nym gritó, exaltado:
—¡Hace algo! ¡No te quedes ahí parado!
Fénix no respondió con palabras. Apuntó la bayesta con calma, clavó la rodilla y tiró del gatillo. La flecha viajó con un silbido y atravesó el rostro de la vampiresa con un sonido húmedo que cortó la noche. El monstruo soltó al anciano como si le hubieran arrancado algo vivo y se giró, con la cara manchada y los ojos llenos de furia.
Al verla volver la cabeza, reconoció la silueta: la capucha, la espada, la calma que no era de aquel mundo. Su voz se desbordó por el callejón en un siseo cargado de odio y curiosidad.
—Así que eres tú… el Guerrero Oscuro —dijo, con desprecio y al mismo tiempo con admiración—. He oído cosas. Que caminas purificando la noche. Que cortas demasiado ancho. Hoy veré si la leyenda merece la pena.
No esperó respuesta: se lanzó sobre él con la velocidad de un relámpago. Fénix reaccionó al mismo tiempo. Desenfundó la espada en un movimiento único y certero; la hoja cortó el aire y trazó un arco vertical. El acero encontró hueso y carne donde la criatura creía ser invulnerable, y la vampiresa se partió en dos con un ruido que hizo caer gotas de lluvia como astillas. La sangre —oscura, espesa— salpicó las paredes y el empedrado; la mitad superior de la bestia cayó de rodillas, la inferior se desplomó como una estatua rota. Un último gemido se apagó entre el drenaje y la tormenta.
Fénix dejó la espada correr dentro de la funda como si no fuera más que una herramienta. Respiraba con la serenidad de quien ha hecho lo que debía hacer. Nym, embelesado y horrorizado a la vez, aleteó en círculos.
—Tú… —dijo, perdiendo por una vez la ironía—. Nunca dejas nada por la mitad.
Fénix se acercó con pasos medidos al anciano que yacía en el suelo. Le ayudó a incorporarse, apoyándole el brazo detrás de la espalda con firmeza pero sin brusquedad. El hombre tosió y aspiró aire como si volviera a nacer. En sus ojos había miedo, pero también una gratitud tan pura que a Fénix le dolió.
—¿Está… herido? —preguntó el anciano, la voz temblorosa—. ¿Me salvaron?
Fénix asintió, corto.
—Estás vivo. Eso es lo que importa.
El anciano apoyó una mano temblorosa en la hombrera de Fénix, tratando de sostener la mirada del que lo había rescatado. Su rostro, curtido por años de trabajo, se iluminó con una bondad elemental.
—Dios te bendiga, muchacho —murmuró con sencillez—. No sé quién eres, pero… gracias.
La lluvia seguía cayendo con fuerza mientras Fénix y el anciano caminaban por las calles empedradas, iluminadas apenas por faroles mortecinos. El aire olía a tierra mojada y óxido, y los pasos de ambos resonaban en la noche. Nym, desde el bolsillo de Fénix, se asomaba de vez en cuando para observar el camino.
—Mi casa está justo al final de esta calle —dijo el anciano con una sonrisa cansada—. No es gran cosa, pero al menos tiene techo y una chimenea que aún sabe dar calor.
Fénix asintió, agradecido, manteniendo la capucha baja para ocultar su rostro empapado.
—Eso bastará —respondió con voz grave.
El anciano prosiguió con paso lento, mientras el agua goteaba de su bastón.
—Verás, joven… hace ya varios meses que viajo con mi grupo de hechiceros. No somos poderosos, pero hacemos lo que podemos. Vamos de aldea en aldea ayudando a los enfermos, purificando pozos, cerrando grietas donde se filtra la oscuridad… incluso enfrentando criaturas cuando es necesario.
Fénix giró la cabeza, observando el perfil del viejo iluminado por los relámpagos.
—¿Hechiceros, dices? —preguntó con interés—. ¿Y cuántos sois?
—Éramos cinco —contestó el anciano con un tono melancólico—. Ahora solo quedamos tres. Uno de mis compañeros cayó en una emboscada de demonios cerca del bosque de Brandes… y otro desapareció hace dos semanas, cuando investigábamos unas ruinas.
El viento sopló más fuerte, agitando los harapos del anciano.
—Pero seguimos adelante —continuó—. No por heroísmo ni gloria, sino porque alguien tiene que hacerlo. Hay demasiada oscuridad en el mundo y cada día parece crecer más.
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Editado: 14.10.2025