Capítulo 17 - La armadura
Una tenue niebla rodeaba la mansión enclavada en lo alto de un acantilado. Las ventanas eran altas y cubiertas con cortinas de terciopelo azul oscuro, y el silencio del lugar solo era roto por el leve tintineo de una taza de porcelana. Alucard, con su habitual elegancia, sostenía una taza de té mientras se encontraba sentado frente a una anciana de rostro arrugado pero mirada penetrante. Vestía túnicas de un verde profundo y llevaba collares de hueso y amatista. Era Madame Velka, una bruja tan antigua como temida.
—Siempre fuiste un amante del té fuerte, Alucard —dijo la bruja con una sonrisa torva, removiendo su infusión con una cuchara de plata—. Este blend es del Bosque de las Cenizas, recolectado bajo la luna llena. Pocas cosas quedan que puedan despertar a los muertos con tanto estilo.
Alucard alzó su taza y asintió con aprobación.
—El sabor es... poderoso. Como tú.
—¿Y qué te trae por aquí? No me visitas desde hace, ¿qué? ¿Doce, trece años?
—Catorce y medio —respondió Alucard con su típica voz calmada y grave—. Y vengo por un asunto pendiente... ¿Todavía tienes la armadura que te dejé a cargo?
Velka entrecerró los ojos y soltó una risa baja.
—¿La Armadura de Adán? Claro que la tengo. Está exactamente donde la dejaste. Ni una pizca de polvo, ni una muesca en su metal. Está tan reluciente como la noche en que me la entregaste, aunque aún me pregunto cómo demonios lograste hacerte con esa pieza.
Alucard se recostó en la silla, una sombra de diversión cruzando su rostro.
—Fue en una apuesta de taberna. Un enano algo fanfarrón juraba que podía vencerme en un duelo de resistencia... bebiendo.
—¿Y tú aceptaste? —rió Velka.
—Por supuesto. El enano era testarudo, pero no lo suficiente como para sobrevivir diez jarras de absenta del norte. Cuando cayó de la mesa, con la barba empapada, me entregó la armadura como pago. Ni siquiera sabía lo que tenía entre manos.
Velka chasqueó la lengua, asombrada.
—Esa armadura está hecha con magia prohibida, lo sabes. Solo se forjó una, y fue para contener la furia del Primer Hijo. Se dice que quien la use puede enfrentarse a los dioses... aunque el precio que cobra no es pequeño.
Alucard dejó la taza sobre el platillo con delicadeza.
—No la usaré yo.
Velka frunció el ceño.
—¿Entonces?
—Será un obsequio... para un viejo amigo —respondió Alucard sin agregar más.
—¿Y ese amigo tuyo está preparado para vestirla? —preguntó Velka, con una nota de preocupación—. Porque si no lo está, la armadura lo consumirá. No es un regalo... es una maldición con forma de bendición.
Alucard sonrió, revelando apenas los colmillos.
—Si no está preparado ahora... lo estará pronto.
Ambos se quedaron en silencio, bebiendo sus tazas de té bajo la tenue luz del salón. Afuera, el viento ululaba entre los árboles, como si presintiera que algo antiguo estaba a punto de despertar. La Armadura de Adán esperaba... y su próximo portador también.
Horas después, el silencio de la vieja casa fue roto por un sobresalto.
Fénix despertó de golpe, jadeando, con los ojos abiertos de par en par. Su cuerpo, completamente vendado, dolía como si hubiese sido arrojado al fuego y vuelto a armar con alambre. Un mareo lo sacudió antes de que pudiera entender dónde estaba.
El aire olía a madera antigua, a caldo y a cera encendida. Un suave crepitar de chimenea resonaba en la habitación.
Giró la cabeza y vio, sentado sobre una silla al pie de la cama, a Nym devorando un pedazo de carne con ambas manos, los ojos brillando como si nada grave hubiese ocurrido.
—Ah, mira quién volvió del infierno —dijo el pequeño con la boca llena, alzando un trozo de carne—. Pensé que ibas a quedarte dormido para siempre, jefe.
Fénix intentó hablar, pero su garganta era un desierto. Tosió un par de veces y se llevó una mano al pecho.
Cerca de la ventana, dos figuras observaban en silencio el paisaje cubierto por la bruma del amanecer. Cain, de pie, con los brazos cruzados detrás de la espalda; y Elira, con los brazos apoyados en el alféizar.
Los rayos de luz se filtraban por entre las ramas desnudas, tiñendo la habitación con un tono dorado y pálido.
Cuando notó el movimiento, Elira se giró.
—Ya era hora… —susurró, aliviada, aunque su expresión seguía severa.
Cain lo observó con serenidad.
—Tu cuerpo necesitaba reposo. Perdiste más sangre de la que cualquiera consideraría razonable —dijo con calma—. Francamente, pensé que tu corazón no resistiría.
Antes de que Fénix pudiera replicar, una puerta vieja se abrió al fondo del corredor, y un hombre de avanzada edad, de barba gris y túnica marrón, entró apoyado en un bastón.
Sus ojos eran de un azul transparente, y su voz, aunque cansada, conservaba una firmeza cálida.
—Así que… el viajero ha despertado —dijo el anciano con una sonrisa contenida. Se acercó despacio, dejando su bastón apoyado junto a la cama—. Te debo las gracias, muchacho. Has traído a Elira de vuelta viva… y eso vale más que cualquier tesoro.
Fénix lo miró con desconcierto, intentando articular una respuesta entre el dolor y el agotamiento.
—Teniamos un trato... —murmuró con voz ronca—. Solo hice lo que debía.
El viejo asintió.
—Quizá, pero el destino rara vez camina sin los pies de los tercos. —Luego, con un gesto de orgullo, señaló una espada apoyada sobre la mesa del fondo—. He reforzado tu arma. Tenía algunas runas viejas guardadas… le añadí un hechizo de flujo vital. Ahora esa hoja no solo corta mejor, también respira contigo.
Fénix giró la cabeza y vio su espada. Brillaba débilmente con un tono plateado que palpitaba al compás del fuego de la chimenea.
Una mezcla de respeto y gratitud cruzó su rostro.
—Gracias, viejo… —musitó.
Intentó incorporarse, pero el cuerpo no cooperó.
Un dolor punzante recorrió sus costillas, sus piernas, su gemelo vendado. Aun así, apretó los dientes e hizo fuerza para sentarse del todo.
Elira dio un paso al frente, preocupada.
—No lo hagas, aún no estás listo.
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Editado: 29.10.2025