Capítulo 18 - La discordia
Elira apareció junto a la cama con una bandeja humeante en las manos. El aroma del caldo y la carne asada llenó la habitación como un bálsamo; por un instante, la casa entera pareció respirar más aliviada. Colocó la bandeja sobre el regazo vendado de Fénix con cuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera quebrarlo otra vez.
—Come —dijo ella sin alardes, con la voz apenas sostenida por la emoción contenida—. Te hará bien recuperar fuerzas.
Fénix la miró un segundo, los ojos hundidos por la fatiga. No pronunció agradecimiento. Abrió la boca y se lanzó sobre la comida con una desesperación contenida: movimientos rápidos, manos impacientes, como alguien que teme que le quiten hasta lo último. Tragó a grandes bocados, sorbiendo el caldo caliente y apurando los trozos de carne hasta no dejar apenas nada en el plato.
Cuando por fin dejó la bandeja a un lado, con las manos manchadas de grasa y sangre, Elira se acercó y, con voz quebrada, le dijo:
—Gracias por traerme de vuelta… No sé cómo agradecerte.
Fénix alzó la vista. Sus ojos eran fríos, y la gratitud no encontraba paso por su garganta. Respondió con un tono seco que cortó el aire:
—No me debes nada. Lo único que haces es demostrar que eres débil e inútil si crees que las palabras llenan lo que rompiste.
Elira se quedó helada un instante; la herida de sus palabras iba más allá del cansancio físico. Aun así, no respondió con reproche; su rostro se cerró en una mezcla de dolor y decisión. Se apartó sin decir más, como quien recoge escombros tras una explosión.
Fénix, sujetándose con esfuerzo de los vendajes, intentó incorporarse. Cada músculo le ardía; la pechera apretaba donde la explosión y los cortes dejaban punzadas constantes. Con respiraciones cortas y trabajo paciente, se vistió de nuevo con su armadura: una coraza que chirrió y crujió al ajustarse, correas que tuvieron que ser forzadas y hebillas que cerraron con un gruñido metálico. Cada movimiento era un pequeño combate y, aun así, logró quedar de pie, tambaleante, como un árbol viejo que resiste tormentas.
Cain, que había permanecido en silencio hasta entonces, se acercó y observó la pechera con gesto curioso y aprobador. Al ver la placa bajada y los restos del mecanismo, su voz sonó sosegada pero sincera:
—Ese invento tuyo —dijo—, la pechera explosiva… fue brillante en su intención. Me ha sorprendido la crudeza de su eficacia.
Fénix apretó los dientes; no era elogio lo que esperaba, pero la observación lo dejó un instante sin palabras. Cain continuó, con la misma calma que tiene quien ha visto mil formas de morir y sobrevivir:
—Si permites un consejo, añade pequeñas partículas de plata en el explosivo. La plata amplifica el daño contra los seres sobrenaturales; hará que la explosión no sólo destruya la carne, sino que lastre su regeneración. —Lo dijo sin envidia, casi con profesionalidad técnica—. Eso podría inclinar la balanza en combates como el de anoche.
Fénix dejó que la idea se posara en su mente. No abrió la boca para responder; su rostro, sin embargo, apenas dejó entrever una aceptación contenida. El viejo gesto de Cain no era amistad, pero sí reconocimiento de oficio: la clase de palabras que, en ese mundo, valen más que un abrazo.
Nym, desde un rincón, observó la escena con mezcla de admiración y disgusto, balanceando las piernas en el aire. Fénix, con la armadura ajustada y el corazón aún en duelo, miró por la ventana donde la mañana empezaba a disipar la niebla. No dijo nada. Sus silencios pesaban como hierro, pero en ellos ya se cocinaba la respuesta a su próxima decisión.
Horas despues...
Bajo un cielo carmesí, inflamado por las antorchas y el olor a carne quemada, una multitud era arrastrada a golpes hacia las puertas del Castillo de Drácula. Hombres, mujeres y ancianos con sogas al cuello, cubiertos de barro, lágrimas y desesperación, intentaban resistirse mientras los soldados de Vlad Tepes los empujaban con lanzas y cadenas. Algunos gritaban que eran inocentes. Otros rezaban. Todos temblaban.
—¡Por piedad! —clamaba una mujer, de rodillas, mientras era arrastrada por los cabellos— ¡Tenemos hijos! ¡No somos herejes!
—¡No! ¡Por favor, no! ¡No nos maten! —chillaba un anciano, escupiendo sangre tras un golpe.
Nadie era escuchado. Para Drácula, todos ellos eran herejes… y esa noche iban a pagar por sus pecados.
Desde la cima del castillo, en el gran comedor gótico, Drácula los observaba a través de la gran ventana circular. A su lado, su esposa tomaba su mano con prudencia silenciosa, mientras su hija —apenas una niña de ocho años— ocultaba medio rostro detrás de la manga de su vestido, aterrada por los gritos del exterior.
—Padre… —susurró la niña, con los ojos vidriosos— ¿realmente… todos son malos?
Drácula posó una mano suave sobre su cabeza, sereno, imperturbable.
—No temas, hija mía —respondió con voz grave y paternal—. Lo que hago es por la paz del mundo. Nada dañará esta familia mientras yo reine sobre la noche.
Fue entonces que algo golpeó con fuerza la ventana.
CRAAACK.
Un cráneo ensangrentado, aún humeante, atravesó el cristal y rodó sobre la mesa imperial, dejando un rastro oscuro sobre el mantel de seda. La niña gritó y se aferró al brazo de su madre. Los guardias corrieron al instante, pero Drácula, imperturbable, alzó una mano exigiendo silencio.
Con absoluta calma, tomó el cráneo.
Había un mensaje tallado y escrito con sangre fresca.
POCAS PALABRAS.
Un mensaje corto.
Pero brutal.
“ERES EL SIGUIENTE.—EL GUERRERO OSCURO.”
Drácula sonrió.
Lentamente.
Como quien recibe una invitación que esperaba desde hacía años.
—Él ha regresado… —murmuró.
Y en su mente, sin necesidad de decirlo en voz alta, recordó aquello que ningún imperio, ni humano ni vampírico, había olvidado jamás:
→ El hombre que decapitó él solo a siete generales infernales.
→ El que entró a un reino de licántropos y lo redujo a cenizas antes del amanecer.
→ El único mortal que forzó al mismísimo King a retroceder.
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Editado: 29.10.2025