Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 20 - El castillo de los mil muertos

Capítulo 20 - El castillo de los mil muertos

Las fozas eran frías, oscuras, un laberinto de piedra húmeda y putrefacción. El agua cenagosa le llegaba hasta la cintura. Cada paso chapoteaba lento, pesado. El eco de su respiración resonaba como un animal encerrado.

Nym iba escondido, asomando apenas la punta de la cabeza desde el bolsillo interior de la capa de Fénix.

—Si esto huele así —susurró el pequeño familiar—, me pregunto cómo huele Drácula.

—A muerte vieja —respondió Fénix sin emoción.

Finalmente, la fosa desembocó en una sala en ruinas. Fénix emergió del agua, ajustó la correa del peto explosivo… y avanzó sin dudar por los interminables pasillos de piedra tallada en sigilosas curvas olvidadas por el tiempo.

Hasta que llegó.

Voces. Guardias. Armados hasta los colmillos.

Fénix no frenó un solo paso.

Frotó con violencia una mecha con el guante metálico —CHZZT— y lanzó tres pequeños cilindros de metal pulido.

DÓN — DÓN — DÓN

El corredor se cubrió de un fogonazo brutal. Carne. Hueso. Paredes manchadas. Nada quedó reconocible. Ni dolor. Solo silencio.

Fénix siguió andando como si nada hubiese ocurrido.

Empujó las puertas dobles de la sala del trono.

Y allí estaba.

Sentado. Imponente. Serpentinamente sereno.

Vlad Drăculea III.

El conde.

Lo esperaba.

—Jamás creí realmente que vendrías. —Su voz era melodía fría, genuinamente respetuosa—. El guerrero oscuro… en mi hogar.

Fénix avanzó, desenfundando la gran espada. El metal resonó con un eco grave.

Drácula lo observó, intrigado.

—Confieso algo. —Se inclinó ligeramente hacia adelante, con una sutil sonrisa—. Había imaginado al guerrero oscuro… mucho más viejo. No a un chaval.

Fénix sonrió con desdén.

—Y yo te imaginé menos hablador.

El aire tembló.

La batalla comenzó sin que ninguno hiciera el primer movimiento.

Fénix no esperó ni un solo respiro.

CHAK—

Se lanzó con toda la brutalidad de un animal que ya no tiene nada que perder, espada al hombro, directo hacia el corazón del conde. Pero Drácula giró con elegancia reptil, esquivando el tajo como si ya lo hubiese visto venir.

Y entonces —como un martillo de hierro macizo— le estampó un puñetazo en la cara.

¡CRACK!

Fénix salió disparado de espaldas, destrozando un pilar de mármol con el impacto. El polvo vibró en el aire. Aún así, se levantó. Tosió sangre. Se acomodó la mandíbula con un chasquido seco.

Drácula sonrió.

Sus huesos comenzaron a retorcerse.

CRRRRKKKKKKK—

Alas negras salieron de su espalda. Cuernos cortaron la piel de su frente. Su cuerpo se estiró, se deformó, hasta alcanzar los tres metros exactos de monstruosidad majestuosa.

El aire olía a azufre.

Fénix, sin vacilar, desenfundó su minúscula bayesta repetidora.

—¡¡Nym!! —rugió.

—¡Lo sé! ¡Ya voy!

—KIK-CHAK — CHAK — CHAK —

Tres disparos silbaron como insectos de acero.

Uno falló. Otro impactó en la mandíbula del conde.

El tercero… le atravesó el ojo.

Drácula rugió con furia, el eco sacudiendo las paredes como una tormenta.

Fénix ya estaba encima.

Espada desenvainada.

Un solo tajo. Preciso. Frío.

¡CLANG!

La hoja penetró el ala izquierda de Drácula, empalándola contra una columna inmensa.

La criatura arrancó la columna entera con la pura fuerza de su cuerpo monstruoso y, con rabia casi demoníaca, arrancó la espada con sus garras y la lanzó lejos, desapareciendo entre los tejados del castillo.

Sin darle respiro…

¡BOOOM!

Drácula golpeó a Fénix en el torso como si fuera un muñeco de trapo, lanzándolo a través de un enorme ventanal.

Fénix atravesó vigas, estandartes… y finalmente, reventó el suelo de la biblioteca ancestral del castillo.

Montañas de libros polvorientos cayeron sobre él.

Silencio.

Solo el crujir de las páginas desgarradas.

Fénix escupió sangre. Se puso en pie. Su mirada ardía roja.

Drácula bajaba lentamente desde el techo destruido, desplegando sus alas como un dios oscuro.

La verdadera batalla apenas comenzaba.

La biblioteca olía a polvo, cuero y muerte. Fénix yacía entre montones de libros aplastados, cada respiración era un corte, cada movimiento un martillazo en las entrañas. Sus manos temblaban cuando intentó incorporarse; las piernas le fallaban como cuerdas rotas.

Nym salió del bolsillo con un brinco, aterrizando sobre la mesa destrozada. Su luz parpadeó más débil de lo habitual, y por primera vez en mucho tiempo su voz sonó menos burlona y más asustada.

—Fénix… —dijo apresurado—. No estás bien. Te falta sangre, te cuesta respirar, tu gemelo… está peor que antes. Si seguimos así, te vas a desangrar. —Hizo una pausa interminable—. Esto va a empeorar si no paramos a tiempo.

Fénix lo miró con ojos enrojecidos, la boca reseca y la garganta llena de metal. La negrura en su pecho se abrió un instante como un viejo abismo donde no cabían palabras suaves.

—Apártate —musitó, con la voz de acero quebrado—. No quiero que estorbes en la pelea. No quiero… que te pongan en peligro por mi culpa.

Nym se estremeció. Su pequeño cuerpo vibró entre la indignación y la obediencia, pero no se movió aún; había un orgullo extraño que le impedía abandonar a quien, de formas torpes y crueles, era su ancla.

Entonces la sombra lo cubrió a él y a todo: el Conde descendió como una tormenta, sus pasos ya no necesitaban ruido; bastaba su presencia. Se agachó con una calma terrible, sus ojos dos carbones encendidos; la gracia de su movimiento era la de un depredador que no tiene prisa porque sabe que la presa no puede huir.

Con una mano larga y fría, sin prisa, agarró a Fénix por un pie. El guerrero apenas tuvo tiempo de dejar escapar un gruñido ahogado. Lo levantó como se levantaría un saco de lana.




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