Capítulo 21 - El castillo de los mil muertos-2
El mundo se le deshacía en los bordes.
Fénix ya no veía con claridad —solo sombras deformadas, destellos blancos y el zumbido grave de su propia sangre golpeando en los oídos. El aire no entraba. Su piel se enfriaba. Su cuerpo cedía por dentro como una máquina oxidada.
El Conde, impoluto, lo sostenía todavía como a un insecto que decide estudiar antes de aplastar.
—Frágiles. Todos ustedes —su voz era calmada, aristocrática—. Carne blanda nacida para servir de alimento. No importa cuántas leyendas inventen los hombres, ni cuántas veces intenten imitar a los dioses… al final, siempre terminan igual. Chillando. Rompiéndose.
Fénix ya casi no escuchaba. El borde de la inconsciencia le lamía la visión como un océano negro.
Entonces, sonrió.
Fue mínima, torcida, sucia. Una línea arrogante dibujada con sangre entre los labios partidos.
—A la mierda tú —escupió con un hilo de voz— …y toda tu puta estirpe.
Y jaló del hilo.
CLAK.
La pechera reventó sobre su torso.
Una BOLA ABRASADORA de fuego comprimido, metralla improvisada y microfragmentos de plata ardiente estalló DIRECTO EN LA CARA DEL CONDE. El rugido fue monstruoso. El vampiro soltó a Fénix de inmediato, cegado, quemado, atravesado por agujas de plata que chisporroteaban contra su carne impía.
Fénix cayó de espaldas, rodando torpemente entre los restos de madera y libros, el cuerpo ya en un estado que bordeaba lo inhumano. No tenía aire. No tenía equilibrio. No le quedaba nada. Aun así, se arrastró. Uno… dos… tres movimientos, apenas.
El Conde se llevó una mano al rostro —la mitad estaba ennegrecida, ardía, humeaba. Su rugido sacudió los muros. No era dolor: era ira pura. Un trono manchado. Un insulto a su nombre.
—¡¡ATREVIDO… INSECTO…!!
Volteó con una rabia ancestral que helaría el alma de un ejército entero.
Fénix no podía volver a levantarse. Ya había gastado su última carta.
Y aun así, se obligaba a seguir arrastrándose.
Porque si lo detenía ahora, moría.
Porque si lo alcanzaba el Conde ahora… no iba a morir rápido.
El Conde tenía a Fénix levantado por el pecho, sujetado como si fuera un muñeco de trapo. La oscuridad de la sala vibraba con su furia, y los muros parecían crujir con cada movimiento.
—No importa… nadie detiene al conde Dracula —gruñó el vampiro, sus colmillos destellando con un brillo mortal.
De pronto, una voz resonó en la sala, clara, firme, imposible de ignorar:
—El problema es conmigo, no con el —dijo Cain, desenvainando su espada con un chasquido que cortó el aire.
El Conde giró su mirada hacia él, sorprendido.
—Pensé que aún estabas sellado —murmuró, soltando a Fénix de inmediato como si hubiera quemado sus manos con fuego.
Cain avanzó sin dudar, y el Conde, enfurecido, se lanzó sobre él. La fuerza del impacto hizo que atravesaran una pared como si fuera papel. Los escombros volaron, y ambos cayeron pesadamente en la sala principal, creando un estruendo que retumbó por todo el castillo.
En ese momento, Elira corrió hacia Fénix, que aún yacía herido en el suelo. Se arrodilló a su lado, con las manos temblorosas. Nym flotaba a su lado, vigilante, observando cada movimiento del combate que se desataba entre Cain y el Conde.
—¡Elira, hazlo! —jadeó Fénix, con la voz apenas audible—. Cúrame… por favor.
Elira asintió, concentrándose. Sus manos empezaron a brillar con un aura tenue y cálida. Lentamente, aplicó su hechicería sobre las heridas de Fénix, mientras él respiraba con dificultad, sintiendo cómo su cuerpo comenzaba a recuperar fuerza poco a poco.
El aire estaba cargado de tensión, la batalla continuaba en un extremo, y en el otro, un milagro silencioso ocurría: Fénix empezaba a levantarse gracias a la dedicación y magia de Elira.
El eco de los golpes resonaba en la sala principal del castillo. Cain y el Conde Dracula se enfrentaban, sus golpes chocando con fuerza sobrehumana, dejando chispas y grietas en el suelo de piedra. Ambos estaban visiblemente tensos, no solo por la pelea, sino por la historia que compartían.
—Cain… siempre tan persistente —dijo el Conde con una sonrisa fría, haciendo girar su espada en un arco que golpeó la de Cain con un chasquido metálico que retumbó en la sala—. Pensé que tras aquel sello de hace dos siglos, nunca volvería a verte.
—No me subestimes, viejo amigo —respondió Cain, su voz firme, mientras bloqueaba un golpe vertical con todas sus fuerzas—. Y no me llames así… aún recuerdo todo lo que hiciste.
El Conde rió, un sonido grave y resonante que llenó la sala. Con un giro repentino, atrapó la espada de Cain y, con un crujido seco, la rompió en dos.
—Veo que sigues igual de testarudo… —dijo, empujando a Cain contra la pared con tal fuerza que la piedra se astilló bajo su espalda—. Todavía quieres vengarte de mí después de todo este tiempo.
Cain se levantó apenas, sus ojos ardiendo de determinación. No dejó que la caída lo detuviera ni el hecho de que su espada estuviera rota.
—El pasado no se olvida tan fácilmente, Dracula —dijo, respirando con dificultad, pero con una calma que escondía su furia—. Sí, tuvimos un pasado… y tal vez lo que hiciste hace siglos me marcó. Pero no vine aquí por venganza. Vine por justicia.
El Conde arqueó una ceja, casi divertido.
—Justicia… siempre tan noble, Cain. ¿Recuerdas cuando éramos jóvenes? Éramos aliados, cazábamos juntos, compartíamos secretos… y luego decidiste que yo había ido demasiado lejos. Ahora veo que nada ha cambiado en ti.
Cain apretó los puños, su mirada fija en el vampiro ancestral.
—Y tú sigues siendo el mismo monstruo arrogante que siempre fuiste. No importa lo que digas, ni lo que compartimos… hoy pagarás por todo.
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Editado: 29.10.2025