Capítulo 22 - El castillo de los mil muertos-3
Una lluvia de flechas silba desde la penumbra, impactando contra el torso y un ala ya maltrecha del Conde. Drácula gira con furia, los ojos ardientes… y ve a Fénix, arrodillado sobre un charco de sangre, aún apuntando con su bayesta repetidora humeante.
—Sigue resistiendo… como una cucaracha —escupe Drácula, entre rabia y desprecio.
Dos siluetas femeninas emergen desde los corredores, caminando con gracia de sombra. Las Novias del Rey Vampiro. Vestidos de sangre. Ojos de hambre. Belleza blasfema.
—Mi lord… ese olor… —susurra una, relamiéndose los colmillos—. ¿Nos permites saborear al guerrero oscuro antes de que muera?
—Dicen que su carne sabe a condena —ríe la otra, apartándose un mechón carmesí.
Fénix, a duras penas poniéndose de pie, escupe sangre al suelo… y sonríe con puro odio.
—Cain… —gruñe, sin mirarlo siquiera— tú te encargas del conde.
Cain lo entiende al instante.
Drácula observa sorprendido por la decisión, casi fascinado.
Fénix alza su espada, temblorosa, pero firme.
—Yo me ocuparé de estas PUTAS del demonio.
Una de ellas esboza una sonrisa lujuriosa.
—Qué forma tan vulgar de invocarnos…
—No os invoqué —gruñe Fénix, desenfundando un segundo cuchillo con la otra mano—. Os sentencié.
Y la tensión explota en el aire como un latido antes de la masacre.
El golpe seco del cuerpo de Fénix sacudió el aire. Ella lo ve desangrarse… otra vez.
—Haz… algo —susurra Nym, desesperado—. ¡ELIRA!
Elira tiembla. Le sudan las manos. Siente que el corazón le explota.
Solo quiere arrodillarse.
Cubrirse la cabeza.
Desaparecer del mundo.
—Tenía razón… —murmura, rota— …solo soy… una inútil…
Cain y Drácula luchan como huracanes enfrentados.
La espada de Cain ya está hecha pedazos.
El puño del Conde lo estrella contra una columna.
Y aun así, Cain se levanta con una calma antinatural, escupiendo sangre… los ojos encendidos de un pasado que Drácula reconoce perfectamente.
No hay miedo en ninguno de los dos.
Solo cuentas pendientes.
Elira escuchó el latido de su propio corazón como un tambor. Cada golpe era un reproche y una llamada a la vez: ¿hasta cuándo vas a esconderte? Las palabras de Fénix —frías, crueles— se habían incrustado en su piel como una verdad que quemaba. Se había dicho inútil tantas veces que, por un momento, estuvo a punto de creerlo. Pero allí, viendo al hombre que la había rescatado a punto de morir en el suelo, algo se quebró en ella: no quería ser la niña que no hacía nada. No quería ser la bruja que solo lloraba.
Se puso en pie en un movimiento que pareció más grande que ella misma. La niebla de miedo se disipó cuando su voluntad tomó forma. «No voy a quedarme mirando», pensó. «No otra vez.»
La vampiresa clavó sus uñas en la garganta de Fénix con la delicadeza de un depredador que saborea el final. Sus ojos brillaban con una diversión cruel; su boca se curvó en una mueca de ansia. Fénix luchaba por mantener la conciencia, una mano temblorosa intentaba defenderse; la yugular quedaba expuesta, el aire se hacía corto y cada respiración del guerrero sonaba como un adiós.
Elira no pensó. Actuó.
Aleteó hacia la bayesta aturdida, la única arma aún cargada al lado de Fénix. Sus dedos —torpes, sí, pero decididos— repasaron mecánicas conocidas. Apuntó con la celeridad que da el pánico y apretó el gatillo.
La flecha silbó y se clavó en la frente de la vampiresa. La criatura soltó a Fénix de inmediato; su cuerpo se tensó, dio un último grito que rasgó la piedra, y cayó hecha pedazos, ceniza y sombra disolviéndose en el aire. Un olor metálico y viejo llenó la sala.
—¡Levántate! —suplicó Elira, arrodillándose junto a Fénix y abriendo las vendas húmedas con manos que ya no temblaban tanto—. Vamos, respira. Por favor, respira.
Fénix, con la mirada nublada, tiró de fuerzas que ni él mismo sabía que le quedaban. Se incorporó a medias, apoyado en Elira; su cuerpo dolía en cada fibra, pero sus ojos encontraron los de ella y mostraron algo parecido a agradecimiento.
En ese mismo instante, un estruendo colosal vibró desde la sala principal. Cain, aprovechando una apertura, había logrado un golpe certero: su espada, rota y utilizada con furia, había cortado una de las columnas que sustentaban al Conde. El monstruo cayó pesadamente, paralizado por el impacto, boca arriba sobre el mármol; su respiración era un ronquido profundo, pero sus ojos seguían encendidos y conscientes.
Elira y Fénix se miraron un segundo, y luego se acercaron con pasos torpes hacia el cuerpo inmenso del vampiro caído. Nym flotaba a su lado, vigilante, la frente perlada de sudor por la tensión.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Elira en voz baja, porque la casa del abuelo parecía haberse detenido a esperar la respuesta.
Fénix escupió sangre y, con la calma áspera que ya lo caracterizaba, desenfundó su cuchillo de plata. Lo sostuvo con mano firme mientras se acercaba a la boca del Conde. Sus dedos, aún temblorosos, apretaron el mango.
—Lo interrogamos —dijo, la voz como una guadaña—. Le saco cada mentira como si fuera un clavo.
El Conde, clavado contra el suelo, dejó escapar una risa hueca. Fénix hundió el cuchillo en la piedra cerca del rostro del vampiro y apoyó la hoja, amenazante, contra la sien del noble caído.
—¿Qué trato tienes con Anastacia? —escupió Fénix con dureza, sintiendo como la ira le daba fuerza—. ¿Qué le prometiste? ¿Qué le das?
El Conde fingió no entender. Sus labios se movieron lentos, el orgullo aún crepitando en su mirada.
—No sé de qué hablas —farfulló—. No… no conozco a esa mujer.
Fénix no esperó más. Fue a clavar la punta del cuchillo cuando, de la galería superior, una voz menuda y aterida resonó; era la niña del Conde, la hija que minutos antes había temblado en los brazos de su madre. Había entrado sigilosamente, atraída por el ruido de la lucha, y ahora sus ojos gigantes de ocho años brillaban con inocencia y terror.
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Editado: 29.10.2025