Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 23 - Reclutamiento

Capítulo 23 - Reclutamiento

La nieve crujía bajo las vigas del tejado y el humo se elevaba en espiral desde la chimenea, llenando la cabaña con olor a hierro caliente y madera quemada. Afuera, la montaña era un muro de gris y pino; adentro, el mundo se reducía al ritmo metódico del martillo contra el yunque.

BRUNO trabajaba sin prisa en el centro de la estancia: dos metros cincuenta y ocho de músculo vivo, piel tatuada por quemaduras y cicatrices, manos de herrero que habían partido piedra más de una vez. Su respiración era un compás; su frente perlaba sudor. Forjaba un escudo enorme, redondo y pesado, laminando capas de acero como quien escribe en acero la propia rabia.

El metal cantó bajo el golpe final. Bruno lo miró, evalúo la curvatura, y asintió para sí. No le gustaban visitantes, no confiaba en extraños y, por sobretodo, odiaba que le interrumpieran.

La puerta chirrió.

Un silencio corto; el golpe del martillo se detuvo, la respiración del lycan quedó suspendida. En el umbral apareció una figura que no parecía pertenecer a la soledad de la montaña: alta, ropa negra de seda que no se arrugaba con el viento, una piel demasiado pálida y unos ojos demasiado brillantes para ser sólo ojos. Anastacia entró como quien pisa un escenario que le perteneciera. Sonreía con los labios apenas curvados, y en esa sonrisa había algo que olía a peligro.

—No esperaba visitas —dijo Bruno sin volverse del todo. La voz era grave, como roca raspada—. ¿Quieres forjar algo o te has perdido en la nieve?

Ella dio un paso dentro, cerró la puerta tras ella con cuidado como si el ruido fuese sacrílego, y apoyó una mano en el marco. Sus movimientos eran calculados; cada centímetro de su presencia olía a control.

—No me he perdido —respondió Anastacia, y su voz era un vino negro—. He venido a ofrecerte una forma de dejar de esconderte.

Bruno dejó el martillo, y por fin la miró. No había amabilidad en sus ojos; había advertencia.

—No me interesa… las "ofertas". —cortó—. No quiero nada.

Anastacia avanzó, la seda de su vestido rozando el aire. Se detuvo a un paso de él, suficientemente cerca para que Bruno sintiera el calor ajeno, lo bastante lejos para que la distancia mantuviera su peligro intacto.

—No es una invitación simple —dijo, y la lengua en su tono tenía filo—. Marius no viene a pedir lealtad. Viene a ofrecerte algo que tú mismo te has negado: orden, propósito, venganza y la promesa de que no volverás a ser solamente un herrero escondido en la nieve.

Bruno escupió en el suelo, una mancha oscura que se fue perdiendo entre la viruta. Su mandíbula se tensó. No le gustaban las promesas ajenas, y menos las que olían a oro.

—¿Por qué debería creer en otro que no conozco? —preguntó con contundencia—. ¿Qué me ofreces, Anastacia? ¿Poder? ¿Riqueza? ¿O solo más órdenes?

Ella sonrió, una curva lenta que no llegó a sus ojos.

—Te ofrezco tres cosas —respondió—. Primero: herramientas y forjas que no encontrarás en estos montes; hornos que trabajan noche y día, acceso a metales que cantan como bestias; hombres que cargarán tu hierro y te llamarán maestro, no bicho. Segundo: seguridad para los tuyos —hizo una pausa, y en su boca la palabra "seguro" sonó a cadena—; la alianza con el Imperio te protegerá de saqueadores, de ejércitos, de cazadores. Y tercero: libertad para hacer lo que mejor haces sin mendigar por recursos. Marius quiere construir algo que requiera manos como las tuyas. No te pide devoción; te pide utilidad. Y la utilidad tiene su recompensa.

Bruno arqueó una ceja. Las venas de su cuello palpitaban con la tensión. No le importaban las recompensas que venían envueltas en nombres poderosos; le importaba su silencio, su soledad.

—¿Y si digo que no? —la pregunta cayó como un martillazo—. ¿Qué me harás, cortesana de palacio? ¿Vas a convencerme con tus sonrisas?

Anastacia se acercó un poco más. Sus ojos se clavaron en los de él con la paciencia de quien descansa frente a una presa.

—Si te niegas, Bruno —murmuró, casi en privado—, entonces te mostraré lo que queda de tu pequeño mundo. Enviaré hombres que "recogerán" tus forjas, quemarán tus amarres, matarán a quien llame sangre tuya. Haré que los pocos que te aguanten se arrepientan de haberte conocido.

El lycan sintió la amenaza como una mano que le rozaba la nuca. No parpadeó. No era hombre de huir, pero conocía la valentía absurda cuando la veía. Sus dedos se cerraron un instante en el mango del martillo.

—¿Y si mato a quien venga a tocar lo mío? —dijo, con voz baja—. ¿Qué hacéis entonces? ¿Mandáis cien más? ¿Cuándo es suficiente para vosotros?

Anastacia ladeó la cabeza, divertida.

—No espero sangre innecesaria —respondió—. Prefiero las voluntades. Pero no subestimes lo que el Imperio puede hacer con tiempo y paciencia. Te reclutaré, y si me niegas, te quebraré hasta que pidas ser parte de lo que antes despreciabas. Hay más caminos que el filo de tu martillo, Bruno. Ven conmigo y construye en grande… o mantente aquí y mira cómo el mundo que conoces se convierte en ceniza mientras el Imperio avanza.

Bruno escupió otra vez, esta vez con rabia.

—Matarías a gente por orgullo de un nombre —gruñó—. ¿Y todo por un tipo que ni se presenta? Habla claro: ¿qué gana Marius con un herrero en la montaña? ¿Por qué se fija en mí?

Anastacia dio un paso que cerró la distancia hasta quedar casi pegada a él. La voz le rozó la oreja como una cuchilla de terciopelo.

—Porque tú no eres un herrero cualquiera. Eres un arma sin filo que aún no ha sido templada por la guerra. Marius colecciona manos así. Manos que construyen y destruyen. Necesita hombres que no duden cuando les señalan el enemigo. Te necesita porque tu fuerza podría liderar fábricas de guerra, levantar murallas y forjar los escudos que sostendrán su bandera. Y te necesita porque sabe ver potencial donde otros ven soledad.

Un silencio frío cayó. Bruno recordó noches en que había protegido su pequeño lugar con su propio sudor y sus dientes. El orgullo le ardió. ¿Ser un peón? No. ¿Ser clave? Tal vez. Hacerse grande para aplastar a quienes lo habían despreciado antes… esa idea lastimó algo en su pecho que no esperaba admitir.




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