Capítulo 24 - Advenimiento
El fuego mordía la noche con lengua corta y caliente. Fénix despertó de golpe, jadeando, el cuerpo empapado en sudor. Por un instante sus ojos buscaron el vacío, la memoria confusa; luego volvieron a encajar los fragmentos: la explosión en la sala del trono, la caída entre libros, la pelea, la mano del conde presionando su carne… y luego, la huida. Había logrado escapar; había recuperado su espada, lanzada entre los tejados, y la había recogido con uñas y sangre. Todo aquello todavía ardía en su pecho como brasas.
Se incorporó con esfuerzo y apoyó la espalda contra una roca. Afuera, las sombras eran largas y la nieve crujía en silencio. Frente a él, la fogata chisporroteó; el calor le devolvió algo de juicio. Con dedos torpes comprobó la vaina: la hoja estaba allí, fría y fiel, un peso conocido que le ancló la razón.
Un distintinto sonido de cascos rasgó la quietud. A la luz vacilante, una figura apareció en la línea de los árboles: un hombre sobre un caballo oscuro, la capa empapada por la humedad de la noche. Se desmontó con elegancia, y aunque llevaba el mismo porte que siempre, había en su rostro una calma antigua que helaba y consolaba a la vez.
—Alucard —dijo Fénix con voz áspera, casi una exhalación.
El otro sonrió apenas, sin quitar la capucha. Los años no habían borrado la elegancia de su porte; su rostro seguía siendo pálido como luna y sus ojos contenían algo que no era humano del todo: una mirada larga, acostumbrada a esperar siglos.
—Fénix —respondió—. Bien despierto. Menos mal.
Se acercó hasta la fogata y dejó que el calor le alcanzara el rostro. Alucard miró la espada en la mano del guerrero, un destello de reconocimiento cruzó su expresión.
—Pensé que te había perdido en la librería —murmuró—. Me alegra ver que aún respiras.
Fénix hizo un gesto seco; no quiso contar más. El silencio se instaló entre ellos como una manta áspera, hasta que Alucard habló de nuevo, con un tono que no admitía rodeos.
—Escucha: en tres días, en Blender, se celebrará el advenimiento.
La frase cayó como una losa. Fénix apretó la empuñadura hasta que los nudillos le palidecieron.
—Sé de quién hablas —dijo—.
Alucard asintió, las largas manos apoyadas sobre el pomo de su propia espada.
—Marius. No vendrá como un rey cualquiera. Es… algo más. Un favor que se le haga, un culto que se reúna, y nacerá algo semejante a un dios. Si no lo detienes, ese “nacimiento” consumirá todo lo que encuentren a su paso.
Las palabras no eran advertencia: eran sentencia. Fénix miró al fuego, a su reflejo en la hoja, y dejó que la determinación se solidificara en su voz.
—Lo detendré —dijo.
Alucard lo observó con severidad y, por primera vez, sin la frialdad que lo hacía distante. Había urgencia en sus ojos.
—No te engañes: si fallas, no es solo Blender lo que arderá. Todo el continente está en juego. Si ese culto completa el rito, los pocos refugios que queden serán polvo. —Pausó—. Te confío esto porque nadie más puede llegar hasta donde tú llegas. Eres el que rompe a los monstruos con la espada y con la voluntad. Pero tres días es poco tiempo.
Fénix apoyó la punta de la hoja en la tierra; el metal resonó, profundo.
—Entonces no hay tiempo que perder.
Alucard deslizó algo en la palma del guerrero: un pequeño sello de plata, una marca arcana.
—Esto ayuda a entrar en la catedral sin alertar a los guardianes —explicó—. Te alcanzará la noche. No pidas clemencia. No la merecen.
Fénix guardó el sello. Se incorporó, ajustó la capa sobre la armadura y miró la hoguera una última vez.
—Si cae alguien por esto —murmuró—, que sea él y no ella.
Alucard asintió, serio.
—Entonces vete. Tres días. Blender. Evita el advenimiento.
Fénix dio un paso y se alejó hacia la oscuridad, cada paso un golpe de martillo en su voluntad. Detrás, Alucard permaneció junto al caballo, la silueta vigilante, una promesa y una sombra al mismo tiempo.
La plaza central de Blender tenía el aspecto de un crisol partido por la desesperación: piedras rotas amontonadas como restos de un pasado que nadie quería mirar, hogueras humeantes que ahumaban la piel y rostros con la mirada clavada en algún lugar entre la esperanza y el hambre. Faroles improvisados lanzaban círculos de luz sobre charcos negros; mesas con mercancía pobre ofrecían pan duro, telas raídas y promesas que nadie compraba. Todo olía a cera, sudor y miedo.
En lo alto, sobre un estrado de madera pulida, se alzaba la fachada de la Santa Sede: estandartes encorvados con la cruz, incensarios balanceándose como péndulos y una cohorte de clérigos vestidos de blanco y escarlata. La institución había recuperado, por ahora, el papel de moderador; donde el hambre y la peste hacían temblar a la gente, la Santa Sede ponía palabras, rituales y un nombre al que aferrarse.
Un hombre de túnica blanca —más viejo que el tiempo y con voz de tormenta— alzó las manos y la multitud guardó silencio como si alguien hubiese apagado el viento.
—Hermanos, hermanas —dijo con una gravedad que atravesó la plaza—. Soñasteis con la llegada de un salvador porque lo necesitabais. Soñasteis porque la esperanza no cabe en los puños vacíos. Pero no temáis: el orden viene. Pronto, la luz expulsará la sombra.
Las palabras rodaron como una ola. Algunos bajaron la cabeza y rezaron; otros, con los ojos brillantes por la emoción, se arrojaron a besar las manos de los clérigos. Una mujer, con un niño temblando entre los brazos, sollozó al oír la promesa; un anciano apretó el rosario como si se tratara de una cuerda de salvación.
Desde un costado, un joven mercader murmuró a su vecino, escéptico:
—¿Y si es otra falsa promesa? ¿Cuántos salvadores necesitamos para que uno cumpla?
Su interlocutor negó con la cabeza, pero no dejó de mirar al estrado. El miedo, cuando es grande, obliga a la gente a creer en lo que la calma le ofrece, aunque sea envuelta en humo.
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Editado: 29.10.2025