Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 28 - El comienzo del fin

Capítulo 28 - El comienzo del fin

La mañana se plegaba lenta sobre las afueras de Blender, un frío seco que pegaba en la piel y levantaba el polvo de los caminos. Fénix, Cain, Elira y Nym permanecieron un momento en silencio, formando una estampa improbable bajo la luz pálida: la capa oscura de Fénix ondeando ligeramente, la figura imperturbable de Cain, Elira con las manos hundidas en el abrigo todavía temblorosa y Nym inquieto en una rama cercana.

Fénix se volvió hacia ellos con la mirada dura, pero sin aspavientos. Alzó la mano como quien da la señal final.

—Esto es todo por ahora —dijo—. Quedaos fuera del centro de la ciudad. Si algo va mal, buscad el punto de encuentro que acordamos. No os expongáis.

Cain asintió con la cabeza, la expresión impasible.

—No me perderé —respondió él con voz grave.

Elira dio un paso adelante y, por un instante, pareció querer decir más. Sus ojos se clavaron en los de Fénix; había algo parecido al miedo y a la confianza mezclados.

—Ten cuidado —susurró—. Volverás.

Fénix no devolvió la caricia de sus palabras con ternura; no era su modo. En su lugar, alisó la capa que le quedaba sobre el hombro y contestó, seco:

—Lo haré.

Nym, que había estado revoloteando nervioso, se encogió y se metió en el bolsillo interior de la capa de Fénix con un pequeño resoplido de satisfacción.

—¿A dónde vamos primero? —preguntó desde la oscuridad del bolsillo, su voz diminuta y burlona.

Fénix clavó la mirada en el camino que llevaba a la ciudad.

—A ver a una vieja conocida —dijo—. Ella sabe mover hilos dentro de la Santa Inquisición. Necesito respuestas. Y no me importará si tiene miedo de dármelas.

Los otros intercambiaron miradas rápidas. Elira apretó los labios, intentando contener la inquietud; Cain mantuvo su imperturbabilidad como una armadura.

Al acercarse a la verja que señalaba la entrada a la ciudad, Fénix notó un cartel clavado en una estaca: papel gastado, letras negras que anunciaban recompensa por la captura del “Guerrero Oscuro”. La oferta en oro brillaba al sol como una mofa. Sin dudarlo, Fénix se detuvo, arrancó el cartel de un tirón y lo rompió en dos con las manos callosas. Los pedazos volaron, llevados por el viento, y quedaron pegados a la tierra como hojas muertas.

—Que se queden con su oro —murmuró, arrojando los trozos a la cuneta—. Nadie me va a vender.

Nym asomó la cabeza por el borde del bolsillo y soltó una risita.

—Qué gesto tan dramático, jefe.

La plaza olía a humo, vino agrio y promesas rotas. Un grupo de clérigos y soldados de la Santa Sede reían alrededor de una fogata, tamborileando jarras y lanzando exclamaciones cada vez más estridentes. Para la mayoría aquello era tiempo libre: custodiar una piedra traída de algún lugar santo, vigilada por hombres que preferían la embriaguez a la vigilia. En el aire flotaba la algarabía nerviosa de quienes creen que el mundo va a cambiar de un día para otro.

Natalie caminaba entre los puestos con la compostura tensa de quien no comparte la fiesta. Llevaba en la mano una pequeña bolsa con fruta; su mirada recorría la plaza con un escepticismo que casi dolía. A su alrededor, la devoción fingida le parecía ridícula, y cada cántico le arañaba la paciencia. No había bebido; no era su tipo de ritual, y su rostro mostraba la frialdad de quien sabe demasiado para dejarse llevar por himnos.

Unos pasos ásperos cortaron el silencio entre puestos y barriles. Antes de que pudiera reaccionar la mano de alguien la asió del brazo con la fuerza de un hierro vivo y la lanzó hacia un callejón lateral. La luz se quedó atrás; el murmullo de la plaza quedó amortiguado por la piedra húmeda.

Fénix la sostuvo con mano firme y la empujó contra la pared. La sombra del guerrero oscureció su rostro. Tenía un cuchillo de plata apoyado en la garganta de Natalie; la hoja brilló con la palidez del metal santo. No había duda en su postura: quien amenazaba era la muerte misma hecha hombre, cansada y decidida.

—Habla —dijo Fénix, la voz baja pero con filo—. ¿Qué sabe la Santa Sede de todo esto? ¿Qué quiere que ocurra en la catedral?

Natalie tragó saliva. No estaba sorprendida de hallarse así; la vida la había acostumbrado a enfrentamientos de voluntad. Sin embargo, la proximidad de la plata rozándole la piel encendió un incendio de adrenalina.

—Si quieres respuestas —replicó ella, con un temple forjado en mil juicios—, las tendrás. Pero será bajo mis condiciones.

Fénix apretó el cuchillo apenas un milímetro; el metal raspó la piel, una advertencia. —Habla, entonces. Y rápido.

—Si me llevas al rincón de la catedral delante de la guardia, gritaré y te apresarán en menos de treinta segundos —dijo Natalie, clavando en él una mirada clara. No era amenaza pueril: conocía los pasos, el número de guardias y el tiempo exacto que tardarían en cercar el callejón. —No quiero eso. No quiero morir ni quiero que te arresten. Así que me escuchas ahora y me sigues cuando te diga el lugar seguro. ¿De acuerdo?

Fénix la miró con desdén. —¿Y por qué no debería creer que me llevas a una trampa? ¿Por qué confío en una inquisidora que podría traicionarme por medio ducado y una palmadita en la espalda?

Natalie esbozó una mueca que no tenía humor. Sus manos no temblaban; su voz no cedía.

—Porque no todos los que visten la cruz son idiotas sin pensamiento. Porque yo sé mentir lo suficiente para sobrevivir dentro de la Santa Sede, y también sé lo que preparan. Porque si ese advenimiento ocurre, no solo morirán los herejes: morirán los inocentes que juré proteger. Mi duda no es nueva; llevo meses viendo cómo ciertos nombres aparecen en listas que nadie debería leer. Y lo último… lo último es que alguien desde dentro ha pedido privatizar los accesos a la catedral y sellar la cripta esta misma noche.

Fénix tensó la mandíbula. —Privatizar la cripta… ¿para quién?

—Para un culto —susurró Natalie—. Lo organizan con la bendición de algunos altos mandos. No todos están de acuerdo, pero los que mandan… tienen influencia. Si te llevo a un sitio seguro, puedo explicarte dónde abrir la cripta sin alertar a los guardianes. Hay unos conductos de servicio al sur de la catedral; llevan a una sala lateral donde con un gesto se puede abrir la puerta principal desde dentro. Pero no puedo hacerlo sola. No puedo permitirme que me descubran ayudando a un forastero.




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