Capítulo 29 - La cruda realidad
La vieja latonería olía a óxido y polvo viejo. La puerta, de chapa doblada, chirrió cuando la empujaron; dentro, el edificio se abría en una nave amplia y tragada por la penumbra. Hileras de anaqueles vacíos proyectaban siluetas largas que se rompían en los charcos de luz que dejaban entrar las rendijas. El silencio tenía peso.
Natalie cerró tras ellos y, con las manos aún temblando por la tensión, encendió una linterna de aceite que había traído en el bolsillo. El círculo de luz reveló el rostro agotado de Fénix y las paredes cubiertas de manchas antiguas. Se sentó en una caja rota, mirándolo con decisión contenida.
—La ciudad está lista para creer —comenzó Natalie, con voz baja—. Llevan semanas soñando lo mismo: la llegada de un salvador, un rey que se alzará para poner orden. Lo llaman Marius. Lo describen como un ángel enviado por Dios. Lo que empezó como rumores se volvió un fenómeno. Cuando alguien así se presenta, la gente se aferra.
Fénix la miró sin parpadear, la mandíbula apretada. El fuego de la linterna lanzaba sombras sobre sus facciones; aquellas sombras parecían limar los rasgos hasta dejarlos duros.
—¿Y qué pretende ese “salvador”? —preguntó, la voz corta.
—Fundar un reino —dijo Natalie—. Vladslavia. Un dominio donde tendrán mano libre para purgar lo “impuro”. Pero para coronar ese renacimiento necesitan una reina. Alguien que represente la unión entre el orden y la sangre. Eligieron a Enid.
La palabra rompió el aire en dos. Fénix pestañeó, y por un instante su cuerpo vaciló.
—Creí que Enid estaba muerta —dijo, como si repitiera una noticia vieja que se negaba a encajar—. Creí que la habían desaparecido… que ya no existía.
Natalie respiró, forzando la calma.
Fénix no dudó. Con un movimiento arrancado de la rabia pura, agarró a Natalie del cuello y la elevó hasta pegarla contra una columna; sus dedos eran hierro alrededor de la garganta. La linterna titiló. El mundo se estrechó a la presión en la piel y al olor de la sangre vieja en el polvo.
—¿Dónde está exactamente? —escupió entre dientes, la voz transformada en cuchillo—. ¡Dime el nombre de la capilla, la cripta, lo que sea!
Los ojos de Natalie se abrieron por el dolor y el miedo, pero su voz no traicionó la verdad.
—La cripta central está sellada —tosió—, pero la cámara lateral de la sacristía, la que da al coro, es donde la alojaron para la ceremonia. Darem la vigila… y Anastacia está en lo alto, coordinando todo.
Fénix apretó con más fuerza, la madera bajo su bota crujió. La linterna cayó de la mano de Natalie y rodó esparciendo luz temblorosa; su silueta proyectada en la pared se quebró en astillas.
—¿Dices que Darem la custodia? —gruñó—. ¿Y Anastacia?
—Sí —jadeó Natalie—. Todo está preparado para la noche del advenimiento. Si no lo detienen, Enid será proclamada públicamente. No sé si la obligarán a aceptar, pero la pondrán en el centro del rito.
La furia en Fénix cambió de forma: de animal irracional a filo calculado. Sus dedos sangraban apenas por la presión, pero soltó a Natalie de golpe; ella cayó al suelo tosiendo, respirando profundo, con la marca de las uñas en la garganta. No la dejó levantarse de inmediato. Se quedó inmóvil, mirándola con los ojos de alguien que ya no conoce piedad fácil.
—Tú me has dicho dónde —musitó, frío—. Si mientes, te buscaré donde duermas y te lo haré pagar. Si hablas verdad, tendrás un lugar en la lista de los que ayudaron.
Natalie, con la voz todavía ronca, asintió con rapidez.
Se volvió hacia la salida con pasos que resonaban en la cúpula vacía. Natalie se quedó en el suelo apoyándose en las manos, respirando a borbotones, pero mirándolo con algo que ya no era solo miedo: un hilo de culpa y, quizás, alivio. Afuera, la ciudad seguía su fiesta tonta y ajena. Dentro, la latonería volvió a caer en sombra, y Fénix salió como quien se va a desollar al mundo para arrancarle la verdad.
De pronto, una pequeña figura se deslizó desde su bolsillo: Nym, con su brillo tenue, flotó un momento antes de posarse sobre su hombro.
—¿A dónde vamos esta vez? —preguntó con curiosidad, intentando leer el rostro inmutable de Fénix.
El guerrero no respondió al instante. Su mirada, fija al frente, parecía perdida en algún punto entre el humo del amanecer y los recuerdos. Finalmente habló, su voz áspera, grave y fría.
—A la catedral —dijo sin emoción—. Allí encontraremos algo. O a alguien.
Nym ladeó la cabeza. —¿“Algo”? ¿Te refieres a Enid, verdad?
Fénix se detuvo. El aire escapó de su nariz como un suspiro pesado. Luego giró apenas el rostro, lo justo para que su ojo visible se reflejara en el brillo de Nym.
—Si Enid sigue viva —murmuró—, ya no me importa la resurrección de Marius… ni el mundo… ni las ruinas que deje después. Que el cielo se caiga, que la tierra se parta en dos, que todo arda hasta los cimientos. Me da igual.
Nym se quedó callado, sorprendido por el tono que apenas rozaba la cordura.
Fénix siguió hablando, más bajo, pero con una furia contenida que vibraba en cada palabra:
—No me interesa salvar a nadie. No me interesa ser un héroe, ni un símbolo, ni un condenado. A mí nadie me salvó. Cuando todos desaparecieron, cuando el mundo se vino abajo, yo seguí respirando entre cadáveres. Si ahora dicen que debo detener el fin… que lo hagan ellos. A mí no me queda fe ni razón.
Nym titubeó. —Fénix…
—Todos son estorbos —interrumpió él, la voz convertida en filo—. Todos los que se cruzan, los que creen, los que esperan algo. Solo arrastran peso, ilusiones que no sirven de nada. Yo… —se llevó una mano al pecho, con rabia contenida—. Yo solo quiero verla. Saber si sigue viva. Después… lo demás puede pudrirse.
Nym bajó la mirada, el brillo de su cuerpo opacándose un poco.
—Eres distinto —susurró—...
Fénix no respondió. Se limitó a ajustar la correa de su espada y seguir caminando entre los callejones.
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Editado: 23.11.2025