Capítulo 33 - Su nombre es Fénix Roger
El monasterio se alzaba solitario entre las montañas, rodeado por un silencio antiguo, casi sagrado. Era mediodía, y Tom —el fraile más joven del templo— barría las escaleras principales, respirando el aire helado que descendía desde las cumbres nevadas.
Todo era paz. Todo era rutina.
Hasta que el cielo se abrió.
Primero fue un destello.
Un hilo de luz, fino como una grieta en la realidad.
Y luego, un estallido luminoso que rasgó las nubes con violencia.
Tom se quedó inmóvil, con la escoba a medio camino.
No sintió miedo.
Sintió… reverencia.
—¿Un milagro…?
La luz descendió como una columna divina, impactando justo frente a las escaleras del monasterio.
Y entonces se extinguió.
El viento se calmó.
El cielo se cerró.
El mundo volvió a su ritmo.
Solo quedaba él.
Un joven.
Tal vez dieciséis años.
Tirado inconsciente sobre los escalones de piedra, descalzo, con el torso parcialmente cubierto por harapos chamuscados y un cabello oscuro, enmarañado por la caída.
Su pecho subía y bajaba.
Estaba vivo.
—Por los santos… —Tom susurró.
Dejó caer la escoba, corrió hacia él y lo tomó por los hombros, intentando incorporarlo.
Podía sentirlo aún caliente, como si hubiese nacido del fuego.
—¡Resiste! ¡Estás a salvo!
El chico no respondió. Pero su rostro, aunque manchado de cenizas, tenía un gesto tranquilo. Como quien acaba de escapar de una pesadilla… o de un destino imposible.
Tom lo cargó como pudo, arrastrándolo hacia el interior del monasterio.
—¡Hermano Vargas! ¡Hermano Elias! ¡Rápido, necesito ayuda!
Pero nadie había visto la luz.
Cuando los demás monjes llegaron, solo encontraron a Tom con un muchacho inconsciente entre los brazos.
—¿De dónde ha salido este niño?
—¿Qué has hecho, Tom?
—¿Lo has traído de la aldea? ¿Lo has robado?
Tom los miró, indignado.
—¡No! ¡Cayó del cielo! ¡Una luz lo trajo! ¡Fue un milagro, os lo juro!
Se rieron.
O peor: le dieron palmaditas en el hombro, como a un niño que dice tonterías.
—Has pasado demasiado tiempo solo —dijo el prior—. La montaña te está afectando.
Pero Tom no retrocedió.
—¡Lo vi! ¡Fue real! ¡La luz lo escogió!
Lo ignoraron.
No investigaron.
Y así, mientras el joven era acostado sobre un colchón de paja, Tom se sentó a su lado, decidido a vigilarlo.
Horas pasaron.
Hasta que el chico abrió los ojos.
Negros. Profundos. Ardientes.
—¿Dónde… estoy? —preguntó, con voz ronca.
Tom sonrió, aliviado.
—En el monasterio de las montañas. Estás a salvo. Yo te encontré. ¿Recuerdas tu nombre?
Hubo un silencio.
Largo. Doloroso.
Como si en su mente hubiera un abismo.
Y entonces, con un hilo de voz, dijo:
—Mi nombre… es Fénix.
Tom se inclinó hacia él.
—¿Fénix… qué?
El joven parpadeó.
Una chispa de memoria.
Una vida anterior.
Polvo, sangre, fuego.
—Fénix… Roger.
Y aunque nadie le creyó…
Tom lo supo.
Aquel día, el cielo no había mentido.
Tom entró con pasos rápidos y torpes, sosteniendo un cuenco humeante.
—Te he traído sopa. Está caliente… creo —dijo, intentando parecer confiado, aunque casi se tropieza al acercarse.
Fénix lo observó, aún sentado en el catre de paja. Agarró el cuenco con ambas manos y bebió en silencio. El sabor era simple, casi aguado, pero reconfortante.
—¿Qué es este lugar? —preguntó mientras soplaba la sopa.
—Un monasterio. Dedicado a la oración, al silencio, y… bueno, a la paz —respondió Tom, rascándose la cabeza—. Aunque algunos días son más aburridos que pacíficos.
—¿Y tú? ¿Eres un monje?
—Fraile, técnicamente. Pero sí, más o menos —dijo con una sonrisa—. Limpio, cocino, barro, medito… y a veces construyo cosillas.
Fénix frunció el ceño.
—¿Construyes?
Tom miró hacia otro lado, algo incómodo.
Fénix dejó el cuenco vacío, se puso en pie y dio un par de pasos, tambaleando un poco.
Los ojos del muchacho recorrieron el lugar: paredes de piedra, olor a incienso, un silencio denso. Había ventanas pequeñas, viejas alfombras, y un pasillo que daba a un patio interno.
—¿Puedo ver más?
Tom se iluminó.
—¡Claro! Bueno… sí. Ven, te enseño.
Caminaron por el claustro, pasando junto a un jardín lleno de hierbas medicinales.
—Aquí es donde rezamos. Allí comemos. El prior vive en esa habitación, no lo molestes nunca… y ese pasillo lleva a la biblioteca, pero no dejan entrar sin permiso.
Fénix asentía, atento.
Cuando llegaron al fondo del corredor, Tom abrió una puerta.
—Este es mi taller.
Era un caos absoluto.
Mesas llenas de herramientas, metal retorcido, frascos, piezas de armadura, engranajes, madera, libros… y humo saliendo de algún rincón.
Fénix entró, curioso, tocándolo todo.
—¿Qué es esto? —preguntó al levantar una placa de metal con runas talladas.
—¡Cuidado! Eso iba a ser un escudo indestructible… aunque ahora solo sirve de bandeja —Tom lo apartó.
Fénix cogió un guante con pequeñas puntas metálicas.
—¿Y esto?
—Un prototipo de puño blindado. ¡Para golpear demonios! O para machacar nueces… todavía lo estoy probando.
Fénix sonrió ligeramente.
—Interesante.
Entonces cogió algo más pesado.
Una pechera con un pequeño cilindro metálico adherido con cables.
—¿Y esto?
Tom palideció.
—¡NO, ESO NO! —saltó sobre él, quitándosela de las manos—. Eso… explota. En teoría. No lo he probado. Aún.
—¿Explota?
—Sí. O se derrite. O emite un gas tóxico. O nada. Estoy… investigando.
Fénix arqueó una ceja.
—¿Eres fraile o inventor?
—Ambas cosas. No me juzgues. La fe y la ciencia no tienen por qué pelearse.
#1668 en Fantasía
#846 en Personajes sobrenaturales
fantasia oscura magia vampiros, fantasía épica romántica, fantasía osura
Editado: 23.11.2025