Capítulo 36 - Nosferatu-1
Afuera, la vigilia parecía tranquila al principio. Los hombres del Eclipse caminaban entre los árboles, tensos pero confiados, vigilando la mansión abandonada mientras la comandante registraba el interior.
—¿Habéis oído eso? —susurró uno de los guardias.
—Solo el viento —respondió otro, sin darle importancia.
Pero el primero frunció el ceño.
Ese sonido no era viento. Era un gruñido… húmedo, irregular, casi como si algo respirara demasiado cerca.
Un segundo gruñido retumbó entre los arbustos, más fuerte.
—No es nada —dijo un tercero—. En esta zona solo hay ciervos y lobos. No os preocupéis.
El comentario fue interrumpido por un chasquido seco.
Como huesos rompiéndose.
Los soldados apuntaron con sus ballestas hacia la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —gritó uno.
No hubo respuesta.
Solo el silencio… y luego un aullido desgarrado y cercano, tan cercano que heló la sangre de todos.
Y entonces salieron.
Criaturas enormes, deformes, cubiertas de tumores que palpitaban bajo la piel grisácea. Lycans primitivos, más bestiales que cualquier otro, nacidos del fracaso, del dolor y del hambre perpetua. Sus ojos amarillos vibraban de rabia.
—¡Por el Eclipse! —rugió un soldado mientras disparaba.
No llegó a recargar.
El primer lycan lo embistió con tal fuerza que le partió la columna. Otro saltó desde un árbol y desgarró la garganta de un mercenario antes de que este pudiera gritar.
En segundos, el bosque se llenó de chillidos, golpes, huesos quebrándose y cuchilladas desesperadas.
Pero las bestias eran demasiadas.
Y estaban hambrientas.
Los gritos fueron apagándose uno a uno, hasta que solo quedó el crepitar de las antorchas tiradas en el suelo, iluminando cuerpos destrozados y sangre salpicada por todas partes.
Todo quedó en silencio.
Dentro de la mansión, Enid avanzaba sin saber lo que ocurría fuera.
Sus botas resonaban sobre el suelo cubierto de polvo. Cada puerta que abría revelaba habitaciones vacías, muebles rotos, cortinas carcomidas.
Desenfundó su espada. El metal brilló con un destello helado.
—No os esconderéis para siempre —susurró, avanzando por un pasillo largo y oscuro.
Subió las escaleras apoyando la mano en la baranda gastada. Una tabla crujió bajo su pie y la comandante detuvo el paso, la respiración contenida, los sentidos alerta.
Pero no había nadie.
—¿Dónde estáis, malditos…? —murmuró mientras continuaba, irritada por el silencio.
No sabía que, justo bajo sus pies, Fénix y Marius también lo escuchaban todo… y que algo más antiguo que ambos los observaba desde la oscuridad del sótano.
Fénix avanzaba por el pasillo en penumbra, respirando con dificultad. Marius cojeaba a su lado; la trampa para osos le había atravesado la pierna y, aunque la herida comenzaba a regenerarse, todavía sangraba.
—Sigue… —gruñó Marius—. No estamos solos aquí.
El aire estaba cargado de polvo, humedad y algo más… algo viejo.
De pronto, una voz resonó a sus espaldas:
—¡Deteneos ahora mismo!
Ambos se giraron al instante, tensos.
Era Enid, de pie en el extremo del pasillo, imponente, espada en mano, la capa del Eclipse ondeando ligeramente con la corriente de aire que venía desde una ventana rota.
—Os dije que os detuvierais —repitió, avanzando unos pasos con la mirada fija en Fénix.
Pero antes de que ninguno pudiera responder, un rugido emergió desde el lado opuesto del pasillo.
Un rugido bajo, gutural… demasiado cercano.
Fénix y Marius voltearon al mismo tiempo.
Allí, iluminado por una ventana cubierta de grietas, se encontraba un hombre enano, no más de metro cincuenta, encorvado, la piel blanca como la cera, los dedos alargados, las uñas amarillentas. La baba se le escurría por la comisura de la boca y caía al suelo en hilos espesos. Sus ojos eran profundos, negros, sin vida… y aun así, brillaban con hambre.
El ser dio un paso adelante, arrastrando los pies.
Marius abrió mucho los ojos, y un escalofrío recorrió su cuerpo entero.
—Tú… —susurró con un tono entre odio y terror—. Claro… por eso sentía ese olor. Maldito infeliz…
Fénix lo miró sin comprender.
—¿Quién demonios es ese?
Enid tampoco parecía entender. Frunció el ceño, incómoda por primera vez.
Marius apretó los dientes, el labio superior temblando en un gruñido de furia contenida.
—Ese monstruo… —escupió, señalándolo con la espada—. Ese bastardo es el motivo por el que vine a esta mansión.
Nosferatu Orlok.
El nombre cayó como un golpe en el aire.
Fénix tragó saliva.
Enid lo miró fijamente, intentando procesarlo.
Y Orlok… sonrió.
Una sonrisa húmeda, torcida, inhumana.
Una sonrisa que solo significaba una cosa:
Hambre.
Orlok inclinó la cabeza hacia un lado, como si su cuello fuese de goma. Sus ojos vacíos se clavaron en Marius… y una risa ahogada, húmeda, surgió de su garganta.
—Tú… —roncó con voz rasposa—. El pequeño cazador…
Llevas… diez años detrás de mí.
Marius sintió cómo la sangre le hervía.
No había odio más puro que ese.
—Te lo advertí, monstruo —escupió—. Un día iba a encontrarte. Y hoy… se acaba tu maldita existencia.
Fénix dio un paso al frente por instinto, llevando la mano a la empuñadura de la God Killer.
Marius lo detuvo extendiendo un brazo.
—Fénix, apártate —ordenó—. Esto no es asunto tuyo. Es un problema entre él y yo.
Mantente lejos o moriremos los dos.
Pero Fénix no apartó la mano de la espada.
—No pienso quedarme mirando —respondió con firmeza.
Antes de que Marius pudiera protestar, Orlok soltó un chillido agudo que resonó por toda la mansión, haciendo vibrar las paredes.
Su cuerpo comenzó a deformarse, los huesos crujiendo como ramas secas.
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Editado: 23.11.2025