Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 41 - Fogata

Capítulo 41 - Fogata

La noche había caído por completo. El cielo estaba despejado y la luna iluminaba el campamento improvisado que Fénix, Marius y Enid habían montado después de avanzar durante todo el día. Una fogata tenue crepitaba en el centro, lanzando destellos anaranjados sobre los árboles cercanos.

Los tres habían caído rendidos… o al menos dos de ellos.

Fénix dormía boca arriba, cruzado de brazos, con la espada apoyada a un lado. Y roncaba.
No un ronquido suave ni moderado.

Un ronquido de guerra.

—¿En serio…? —susurró Enid, con una ceja temblándole por la irritación.

Intentó darse vuelta, taparse los oídos, meterse bajo la manta… nada. Cada ronquido de Fénix era como una vibración que le recorría el alma.

Marius, a unos metros, estaba profundamente dormido, recostado sobre un tronco, respirando con calma, completamente ajeno al ruido.

¿Cómo demonios puede dormir así?
¿Es que los licántropos no escuchan? ¿O es que este imbécil de Fénix ronca en un idioma que solo afecta a los humanos normales?

Suspiró, resignada.

No había forma de seguir durmiendo.

Con un gesto brusco se levantó, se colocó la capa sobre los hombros y se alejó un poco del campamento. Caminó entre los árboles, dejando atrás el eco monstruoso de los ronquidos.

La brisa nocturna era fresca y agradable, y el silencio del bosque le permitió relajar los hombros.

—Por todos los cielos —murmuró—. Si esto sigue así, mañana lo estrangulo con mis propias manos.

Miró hacia atrás y vio a Marius moviéndose un poco en sueños, totalmente tranquilo.

—¿Cómo puede dormir con eso? —susurró, medio indignada, medio asombrada—. Yo no puedo pegar un ojo y él está como si estuviera en una cama de lujo.

Negó con la cabeza.

—Los hombres son imposibles…

Fénix dormía como una piedra… hasta que, de repente, se atragantó con su propia saliva.

¿¡Kh…!? —tosió fuerte, incorporándose de golpe—. Maldición…

Se pasó una mano por la cara, respirando hondo. Ya estaba despierto. Para siempre, probablemente.
Miró alrededor.

La fogata seguía encendida.
Marius roncaba suavemente, totalmente ajeno a cualquier cosa a su alrededor.
Pero…

—¿Dónde está Enid? —murmuró Fénix.

No estaba en su manta. No estaba en el borde del campamento. Desaparecida.

Levantó la vista hacia el bosque.

—Genial… y encima es de noche.

Sin mucho que hacer, y con la garganta aún un poco irritada, decidió caminar para despejarse. Tomó aire, estiró el cuello y se internó unos metros entre los árboles, guiado por el sonido del viento y un río cercano.

Avanzó unos cuantos pasos más… hasta que un olor le llegó: carne asada.
Y luz de una pequeña fogata improvisada brilló a través de unos arbustos.

Fénix se acercó despacio.

Allí, sentado en una roca, había un sujeto completamente fuera de lugar:
Pelo negro lacio hasta los hombros, piel pálida, rasgos elegantes, ropa de nobleza… y ojos rojos como brasas.

Fénix sintió cómo cada músculo se tensaba de inmediato.

Un vampiro.

Y para colmo no tenía la God Killer encima.

Llevó la mano instintivamente hacia donde debería estar la empuñadura, pero la había dejado en el campamento.

El desconocido giró la cabeza, detectándolo al instante, como si hubiera sabido que estaba allí desde siempre.

—No hace falta que te pongas en guardia —dijo el hombre con voz profunda, calmada e inquietantemente segura—. Si quisiera matarte, lo habrías notado hace rato.

Fénix no bajó la postura, pero tampoco avanzó.

—¿Quién eres?

El hombre sonrió apenas, una media luna elegante.

—Alucard.

El nombre cayó con peso en el aire.

—Te vi paseando como alma en pena —continuó Alucard—. Pensé que quizás te apetecería algo de comida. Estás… agitado.

Fénix frunció el ceño, pero el olor de la carne era real y su estómago rugió sin permiso.
Aun así se acercó con cautela.

—¿Un vampiro invitándome a comer? Eso es nuevo.

—Digamos que esta noche no tengo hambre de sangre —respondió Alucard, divertido—. Siéntate. No muerdo… a menos que me lo pidan.

Fénix dudó… pero se sentó al otro lado de la fogata, sin quitarle los ojos de encima.

Alucard le ofreció un trozo de carne ensartado en un palo.
Fénix lo tomó, aún tenso.

—Tú… —comenzó—. Me resultas familiar. ¿Nos conocemos de algo?

Alucard ladeó la cabeza, como si aquello le divirtiera profundamente.

—Tal vez sí. Tal vez no. —Le dio un ligero sorbo a una copa que no estaba claro de dónde había sacado—. Quizá nos vimos en otra vida. O quizá simplemente nuestras almas tienen memoria propia.

Fénix lo observó fijamente.

—Hablas como si supieras más de mí que yo mismo.

—Quizá —respondió Alucard, clavando los ojos rojos en él—. O quizá tú sabes más de mí de lo que imaginas.

Fénix tragó un bocado, sin apartar la mirada.

—¿De qué me conoces?

Alucard sonrió, esa sonrisa tranquila que parecía esconder siglos de secretos.

—De muchas historias que todavía no has vivido —respondió—. Y de batallas que quizá algún día recordarás.

Alucard movió el palo donde tenía clavado el trozo de carne, como si contara los segundos que tardaba en caramelizarse. Su gesto era despreocupado, casi teatral, y durante un rato habló de cualquier cosa: de cómo el clima de aquella región era demasiado húmedo, de lo incómodas que eran las botas nuevas, e incluso de la absurda moda que los nobles habían adoptado últimamente de llevar capas demasiado largas. Nada de aquello tenía sentido o importancia real, pero él lo comentaba con una gracia ligera, como si estuvieran tomando café en una terraza y no en medio de un bosque infestado de vampiros.

Fénix lo observaba con cautela, todavía procesando que aquel desconocido parecía completamente ajeno al peligro del entorno. Finalmente, cuando Alucard hizo una pausa para darle una vuelta más a la carne, Fénix inclinó un poco la cabeza.




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