Code Fénix Ashes of the otherworld

Capítulo 50 - El bosque maldito

Capítulo 50 - El bosque maldito

El patio interno permanecía silencioso bajo la luz débil de la luna. Lilith aguardaba allí, con la capa plegada entre los dedos, mirando de vez en cuando hacia la entrada del establo. Si Fénix había leído la carta, lo más seguro era que aparecería en cualquier momento. Pero no llegaba.

Ella no lo sabía, pero no llegaría. No esa noche. No nunca, al menos no por esa carta.

Lilith respiró hondo, sintiendo cómo una punzada de inquietud le cruzaba el pecho. Intentó convencerse de que todo iba bien, aunque el silencio de la noche le resultaba demasiado pesado. Bajó la mirada, apenas un instante, y su expresión se tornó un poco más triste.

En el establo, la media noche ya se había asentado como un velo. Las antorchas titilaban y los tigres blancos avanzaban con pasos lentos y disciplinados, formando la vanguardia de la caravana. Su pelaje parecía casi plateado a la luz tenue.

Enid dio un último vistazo a los preparativos antes de dirigirse a sus soldados.

—Si todo sale bien, antes de que amanezca estaremos en el bosque —dijo con firmeza—. Y ya sabéis, el Bosque de Vandrel es como un hermano para este. Una vez dentro, la ventaja será nuestra.

Los soldados asintieron. El silencio era solemne, casi ritual.

Marcus, mordía una manzana con absoluta tranquilidad. Fénix ajustaba el arnés de su caballo cuando Marcus se le acercó, aún masticando.

—¿Quieres escuchar una historia? —preguntó con una sonrisa ladeada.

—Depende —respondió Fénix, sin dejar de revisar las cinchas—. ¿Es una de tus historias raras?

—Esta no es rara. Es trágica —dijo Marcus, apoyando un codo sobre la montura—. Y además, es muy antigua. Dicen que proviene de un reino que ya no existe.

Fénix alzó una ceja, interesado.

—Va sobre una mujer —empezó Marcus—. Una mujer tan desesperada por amar y ser amada que hizo un pacto con la luna. Le pidió un hijo, y la luna se lo dio. Pero el niño nació con la piel tan blanca que parecía de luz, no de sangre. Y ya te imaginas… el padre no entendió. Creyó que lo habían engañado. La tragedia vino sola, como la noche detrás del crepúsculo.

Fénix dejó de moverse. El crujido de la paja y el soplo del caballo parecían más intensos con aquella historia de fondo.

—Dicen que la luna se llevó al niño, porque era suyo —continuó Marcus—. Lo elevó entre sus brazos y lo convirtió en parte del cielo. Y la mujer… vagó sola para siempre.

El capitán guardó silencio unos segundos, dejando que la imagen se asentara. Luego sonrió con melancolía.

—No sé si es verdad, pero siempre me gustó. Tiene algo de poético.

Fénix asintió despacio.

—Es una historia triste, pero interesante —admitió—. Nunca la había oído.

Marcus se encogió de hombros y terminó su manzana de un mordisco.

—Las historias tristes suelen ser las más bonitas. O eso dicen los bardos.

La columna de los Tigres Blancos avanzaba a paso constante por el camino de tierra, iluminada apenas por la luna y por las antorchas que oscilaban con cada movimiento de los caballos. El sonido de los cascos golpeando el suelo se mezclaba con el susurro del viento entre los árboles lejanos.

Fénix cabalgaba junto a Marcus, manteniendo la mirada fija al frente. La historia de la luna aún le rondaba la cabeza, pero había algo más, algo pesado, difícil de explicar.

—Marcus… —murmuró finalmente, sin apartar la vista del camino—. Tengo una mala espina.

Marcus giró un poco la cabeza, atento.
—¿Por la misión?

Fénix asintió.
—No sabría decir por qué, pero estoy seguro de que algo va a salir extremadamente mal. No es miedo… es otra cosa.

Marcus soltó una risa breve y tranquila.
—Siempre piensas demasiado antes de una misión.

—Esta vez es distinto —insistió Fénix—. Es como si… el aire mismo estuviera avisando.

Marcus se encogió de hombros, con una seguridad casi contagiosa.
—Relájate. Nos dirige Enid. Si alguien sabe cómo sacarnos vivos de una situación imposible, es ella.

Fénix no respondió de inmediato.

—Además —añadió Marcus, golpeando suavemente el cuello de su caballo—, no somos cualquier escuadrón. Somos los Tigres Blancos de Vandrel. Hemos atravesado bosques peores, luchado contra cosas peores y siempre hemos vuelto.

Fénix respiró hondo, intentando dejarse llevar por esa certeza.

—Eso espero —dijo finalmente.

La marcha continuó sin detenerse. La luna los observaba desde lo alto, indiferente, mientras el bosque se acercaba cada vez más. Y aunque las palabras de Marcus eran firmes, la sensación en el pecho de Fénix no desapareció.

Algo aguardaba en la oscuridad.

En cuanto los Tigres Blancos cruzaron el límite del bosque maldito, el ambiente cambió de forma inmediata. La temperatura descendió varios grados y la luz de la luna apenas lograba filtrarse entre las copas retorcidas de los árboles. El aire se volvió espeso, cargado de un olor húmedo y antiguo.

Entonces comenzaron los ruidos.

Primero fueron ramas crujiendo a lo lejos.
Luego, un aullido grave, profundo, que resonó entre los troncos como si el bosque mismo respirara.

Los caballos relincharon, inquietos. Algunos soldados apretaron las riendas con fuerza.

—¿Habéis oído eso…? —susurró alguien desde el fondo de la formación.

Otro aullido respondió, más cercano.
Y después otro.

La tensión se propagó como una enfermedad. Los murmullos se transformaron en respiraciones agitadas, en miradas nerviosas que buscaban sombras entre la niebla baja.

Y entonces ocurrió.

Algo pesado cayó desde lo alto con un golpe húmedo y brutal.

Una vaca, partida en dos, se estrelló contra el suelo justo entre las filas delanteras. La sangre salpicó las armaduras y el barro, el olor metálico inundó el aire. Las vísceras aún humeaban.

El silencio duró apenas un segundo.

—¡Por los dioses…!
—¡¿Qué ha sido eso?!
—¡Retroceded!




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