CAPÍTULO 1 : El lobo en las sombras
La noche envolvía el bosque a veinticinco kilómetros al suroeste de Berlín. A medianoche, el aire estaba impregnado de un frío cortante, y el cielo, aunque despejado, apenas lograba filtrar la luz de la luna llena entre las copas de los altos pinos. Aquella claridad espectral bañaba el terreno con un brillo fantasmal.
El viento silbaba entre los árboles como un presagio. Y en medio de esa quietud, un hombre vestido con un traje caro corría desesperado, tropezando con raíces y ramas ocultas. Su respiración era agitada, y el sudor, mezclado con la humedad del barro, empapaba su rostro pálido.
Se detuvo un instante, girando la cabeza con terror. Algo lo seguía.
Una raíz traicionera atrapó su pie. El hombre cayó pesadamente por una pequeña pendiente hasta estrellarse contra un tronco. Gritó al sentir cómo las ramas secas perforaban su costado. Trató de liberarse, pero cuanto más forcejeaba, más se enredaba.
Un crujido, detrás de él.
Levantó la cabeza con lentitud, y entonces lo vio.
Una figura imponente emergía de entre las sombras. Un lycan de más de dos metros y medio se abría paso entre los árboles. Su mirada, de un dorado intenso, brillaba con una inteligencia cruel. Sus colmillos, afilados como cuchillas, resplandecían bajo la luz lunar.
El hombre trató de gritar.
Fue inútil.
Con un solo movimiento, el monstruo alzó su garra y decapitó a su presa. El sonido seco del impacto resonó entre los árboles. La cabeza rodó lentamente por el suelo. El cuerpo quedó colgando, aún atrapado en las ramas.
Y entonces, algo cambió.
Los músculos del lycan comenzaron a contraerse, reduciéndose poco a poco. El pelaje desapareció, la mandíbula se retrajo, y las extremidades tomaron forma humana. Donde antes había una criatura salvaje, ahora se alzaba un hombre con cabello negro, ojos penetrantes y una sonrisa burlona apenas visible en sus labios.
—Ah... —murmuró mientras se sacudía el polvo del traje—. La noche en las afueras de Berlín. Nada como un poco de ejercicio nocturno, ¿no?
Fénix Rogers sostuvo la cabeza decapitada frente a él. La observó un instante, como si intentara descifrar los últimos pensamientos de su víctima.
—Este pobre diablo... probablemente pensaba que podía escapar de mí. Pero déjame aclararte algo —dijo, arrojando la cabeza como si fuera basura—: no se puede huir de un lycan. Y mucho menos de Fénix Rogers.
Se limpió las manos con desdén y comenzó a caminar entre los árboles, como si el asesinato no hubiera sido más que un trámite cotidiano.
—No siempre fui así, ¿sabes? —continuó en voz alta, como si hablase con un fantasma invisible—. Creía que podía ser algo más. Algo mejor. Pero la vida te recuerda, a golpes, lo que realmente eres.
Se detuvo.
Alzó la mirada hacia la luna, y por un instante, su expresión se tornó sombría.
—Lo peor de ser un monstruo... —dijo en un susurro— es que, aunque intentes cambiar, siempre hay algo que te arrastra de vuelta. Siempre hay algo que te recuerda quién eres.
Suspiró, dejando que el viento helado le acariciara el rostro.
—Pero no busco tu compasión. Solo quiero que entiendas quién es Fénix Rogers. Un hombre atrapado entre lo que desea ser... y lo que debe ser.
Entonces giró la cabeza, como si notara la presencia de un observador invisible.
—¿Te preguntas cómo llegué aquí? Bueno... será mejor que empiece desde el principio.
El sonido de la lluvia rebotaba contra los adoquines de una calle estrecha en el corazón de Berlín. Las luces de neón parpadeaban intermitentemente, tiñendo de rojo y azul los charcos que se formaban en el pavimento.
En un callejón oscuro, Fénix se apoyaba contra la pared, jadeando. El sudor frío recorría su frente, y su piel, normalmente bronceada, había adquirido un tono casi fantasmal.
A su lado, Marcus Blackwood observaba con preocupación. Su amigo y compañero de armas no era un hombre fácil de doblegar, pero el veneno que corría por sus venas era otra historia.
—¿Entonces... cuánto tiempo me queda? —preguntó Fénix, con voz apagada, mirando hacia el cielo.
—No te centres en eso ahora. Solo mantente despierto —respondió Marcus, evitando su mirada.
Fénix sonrió con amargura.
—Vamos, Marcus. Lo sabes. Yo lo sé. Así que dime... ¿cuánto?
El silencio se hizo espeso. Finalmente, Marcus murmuró:
—No más de una hora... quizás menos.
Fénix rió, una risa seca, hueca.
—Supongo que no es la primera vez que rozamos la muerte. ¿Recuerdas Moscú?
—Sí. Aunque esta vez... la suerte no está de nuestro lado.
—Nada que podamos hacer, ¿eh?
—Nada. Solo esperar.
Ambos callaron. El silencio solo era roto por la lluvia y la respiración irregular de Fénix.
Y entonces, se escuchó un motor. Una limusina negra se detuvo frente al callejón. De su interior descendió una mujer con porte aristocrático. Rubia, impecablemente vestida, sostenía un paraguas negro que la protegía de la lluvia como si fuera una diosa entre mortales.
Fénix la miró con una sonrisa sarcástica.
—Vaya. Parece que la realeza ha venido a visitarnos. ¿Te perdiste, princesa?
—Fénix Rogers. Marcus Blackwood —dijo ella, sin inmutarse.
—¿Quién eres? —preguntó Marcus, con tono firme.
La mujer le tendió una tarjeta blanca.
—Enid Corp. Nos dedicamos a mantener el equilibrio entre lycans y vampiros en el mundo.
Fénix arqueó una ceja.
—¿Y qué quiere tu empresa con dos vagabundos envenenados?
Enid sonrió, apenas.
—Tienes menos de una hora de vida. El veneno ya afecta tus órganos. Pero nosotros tenemos el antídoto. A cambio... trabajarán para nosotros.
—Podrías haber empezado con un "hola" —bufó Fénix.
—No somos una organización de caridad. Tómalo o muere aquí.
Fénix miró a Marcus. Marcus asintió en silencio.
—Aceptamos —dijo.
—Un coche vendrá en cinco minutos. Prepárense.