CAPÍTULO 12 : Planes y decisiones
La oficina de Enid en el piso 42 de Enid Corp. era un santuario de acero y vidrio, suspendido sobre Berlín como el nido de un halcón. La lluvia golpeaba los ventanales en rachas furiosas, distorsionando las luces de la ciudad que parpadeaban como estrellas agonizantes. Enid no veía el paisaje; sus ojos grises, fríos como el metal de un bisturí, se clavaban en el horizonte mientras sus dedos tamborileaban un ritmo de guerra sobre el brazo de su sillón.
La puerta se abrió sin ceremonias. Marcus entró, su silueta recortada contra la luz del pasillo. Llevaba el uniforme impecable, pero sus ojos—siempre tan calculadores—delataban una chispa de inquietud.
—Sabía que vendrías —murmuró Enid sin volverse—. Lucian acaba de informarme. Fénix ha caído.
Marcus no se inmutó, pero el leve crujir de sus nudillos al apretar los puentos fue suficiente respuesta.
—El suero de Uber Lycan lo superó —dijo, su voz grave como el rumor de un trueno lejano—. Sabíamos que el riesgo existía.
Por primera vez en horas, Enid giró para enfrentarlo. La luz de la tormenta dibujaba sombras duras en su rostro, acentuando la línea de su mandíbula, tensa como un resorte.
—No me interesan las excusas, Marcus. Me interesa una solución.
Marcus esbozó una sonrisa ligera, más un gesto de determinación que de humor.
—No voy a matarlo. Es nuestro mejor hombre, incluso ahora. Dormirlo, extraerlo y rehabilitarlo… esa es la única opción viable.
El silencio que siguió fue cortado por el estallido de un relámpago. Enid estudió a Marcus como un jugador de ajedrez evalúa un movimiento arriesgado.
—Tienes una hora —concluyó, alzando una mano para señalar la puerta—. Si no lo recuperas antes de que alcance la estación de Ruhleben, autorizaré un ataque aéreo. Berlín no puede pagar el precio de nuestra sentimentalismo.
Marcus asintió una vez, giró sobre sus talones y salió. La puerta se cerró con un click que sonó a sentencia.
La camioneta negra de Enid Corp. avanzaba a toda velocidad por el bosque, sus faros iluminando la niebla que se elevaba desde el suelo como espectros. Dentro, Marcus repasaba el plan con los doce soldados de élite, sus rostros pintados de sombras bajo las luces rojas de emergencia.
—Escuchen bien —gruñó, levantando tres dedos enguantados—. Uno: Disparan solo dardos tranquilizantes. Si alguno lleva munición letal, lo entierro personalmente. Dos: Si Fénix los embosca, retroceden y reagrupan. No son héroes, son profesionales. Tres: Comunicación constante. Si se separan, mueren.
Un soldado más joven, con cicatrices frescas en la mejilla, tragó saliva.
—¿Y si… no podemos contenerlo?
Marcus no pestañeó.
—Entonces llamamos al helicóptero de asalto y rezamos para que el fuego de napalm sea suficiente.
El vehículo frenó en seco frente a la boca de las alcantarillas. Lucian y Vanessa los esperaban, empapados y pálidos.
—¡Marcus! —Vanessa corrió hacia él—. ¡Fénix entró hace media hora! ¡Tenemos que—!
Marcus la interrumpió con un gesto.
—Ustedes aseguran el perímetro. Esto ya no es misión del Fénix Team; es de Extinción.
Lucian se interpuso, los dientes apretados.
—Él es nuestro líder. No nos quedaremos fuera.
Marcus lo miró como un lobo mira a un cachorro insolente.
—Hagan lo que quieran. Pero si mueren, no habrá epitafios.
La estación de Ruhleben era un cadáver iluminado por luces fluorescentes. Los trenes detenidos parecían vértebras rotas de una bestia colosal. El primer indicio del horror fue el silencio. Ni gritos, ni sollozos. Solo el goteo de la sangre cayendo de los andenes al riel.
—Dios mío… —murmuró un soldado al ver los cuerpos. Algunos colgaban de los vagones como marionetas rotas; otros yacían en charcos oscuros que reflejaban la luz de manera obscena.
Un crujido. Todos giraron.
Fénix emergió del techo del vagón, su forma de Lycan ahora monstruosamente perfeccionada: tres metros de músculo retorcido, pelaje erizado como alambre de púas, y ojos que ardían con una inteligencia perversa. La bestia olfateó el aire… y sonrió.
—¡Fuego controlado! —ordenó Marcus.
Los dardos silbaron. Fénix rio, un sonido gutural que heló la sangre, y se movió como un relámpago. Un soldado gritó cuando su brazo fue arrancado de cuajo. Otro cayó con el pecho hundido por un golpe que resonó como un cañonazo.
—¡Retirada táctica! ¡Ahora! —Marcus arrastró a dos heridos hacia un túnel lateral.
Entonces, el milagro.
Lucian, apostado en una escalera de mantenimiento, disparó. El dardo se clavó en el cuello de Fénix. La bestia rugió, tambaleándose. Por un segundo, sus ojos dorados parpadearon, mostrando un destello de conciencia humana.
—Fénix… —susurró Vanessa, acercándose con las manos temblorosas—. Volviste.
El Lycan cayó de rodillas. Su pelaje se retrajo, sus garras se convirtieron en uñas. Cuando alzó la cara, era él otra vez: Fénix, sudoroso, sangrando, pero humano. Escupió un coágulo y sonrió con sarcasmo.
—¿Siempre reciben a los amigos… con dardos en el cuello?
Y luego, el negro.
En la sala médica de Enid Corp., los monitores emitían pitidos rítmicos junto al cuerpo sedado de Fénix. Enid observaba tras el vidrio blindado, los brazos cruzados.
—¿Y los civiles? —preguntó sin mirar a Marcus.
—Memoria alterada con neurogas. Oficialmente, fue un ataque terrorista con explosivos.
—Bien. —Enid tocó el cristal, donde se reflejaba su rostro impasible—. ¿Crees que podremos usarlo otra vez?
Marcus no respondió de inmediato. En el silencio, el rugido lejano de un helicóptero sonó como un presagio.