CAPÍTULO 13 : Nuevos comienzos
El despertar fue un retorno lento y doloroso a la conciencia, como emerger de las profundidades de un océano de pesadillas. Fénix abrió los ojos, cada pestañeo una agresión contra la luz tenue que se filtraba desde el techo. Reconoció al instante la habitación acolchada—su jaula personal—donde las paredes forradas de gomaespuma absorbían hasta el más mínimo sonido, creando un silencio opresivo que pesaba más que las cadenas.
Estas no eran simples ataduras; eran ingeniería de guerra: aleación de titanio revestida de polímero antideslizante, diseñadas para resistir la fuerza de cinco lycans adultos. Cada eslabón crujió cuando intentó moverse, recordándole su condición de bestia doméstica.
A través del vidrio esmerilado de la ventana de observación, distinguió siluetas borrosas. Enid. Y con ella, los hombres de bata blanca—sus carceleros científicos—cuyas voces murmuraban como moscas zumbando alrededor de un cadáver.
—El proyecto Uber Lycan es un fracaso catastrófico —oyó decir a uno, una voz aguda que le recordó a un ratón—. Su comportamiento es errático.
—La fórmula de control es inestable a nivel mitocondrial —añadió otro—. Debemos desechar el sujeto y recomenzar.
La puerta se abrió con un hiss neumático. Enid entró primero, sus tacones hundiéndose en el acolchado del suelo. Detrás, los científicos se mantuvieron cerca de la salida, como visitantes de un zoológico frente a la jaula de un tigre.
—Hola, Fénix —dijo Enid, su voz un híbrido perfecto de autoridad y preocupación calculada—. Parece que hemos tenido… contratiempos.
Fénix sonrió, un gesto que le tiró de los labios agrietados. La sangre seca le cubría la barbilla como una máscara grotesca.
—¡Ah, qué sorpresa! —escupió, las cadenas crujiendo con cada palabra—. Me despierto encadenado otra vez. ¿Es esto parte del programa de recompensas por lealtad, o solo les divierte verme así?
Intentó levantar una mano, pero los grilletes le mordieron las muñecas. Un nuevo hilo de sangre brotó de su nariz, caliente y metálica.
Enid se acercó, ignorando la advertencia tácita de los científicos. Sacó un paño estéril de su bolsillo y began a limpiar la sangre con movimientos precisos, casi maternales.
—Has causado un nivel de caos inaceptable —murmuró, sus ojos fijos en los de él—. La estación de Ruhleben parecía una carnicería renacentista.
Fénix rió, un sonido áspero que reverberó en la habitación silenciosa.
—Vaya, qué consideración. ¿Ahora juegas a la enfermera? Quizá deberías preocuparte más por tu fórmula de mierda que por mi higiene facial.
Uno de los científicos tosió nervioso.
—Su sarcasmo es un mecanismo de defensa —susurró—. El cerebro limbico está sobreexcitado por…
—Cállense —cortó Enid sin mirarlos—. Fénix, esto se acaba. O aprendes a controlarlo, o te conviertes en otro espécimen disecado en el ala de patologías.
Fénix mantuvo su sonrisa, pero sus ojos—brillaron con una luz peligrosa.
—Prometo portarme bien, jefa. A menos que me den otra oportunidad de divertirme.
Enid guardó el paño manchado de rojo.
—Lo tendrás. Pero bajo mis términos.
La lluvia golpeaba el vidrio blindado de la ventana como una invasión de agujas. De repente, las luces parpadearon. Una oscuridad momentánea, y cuando volvieron, él estaba allí.
Alucard se materializó desde las sombras, como si las mismas tinieblas lo hubieran tejido en existencia. Vestía un traje de seda negra que absorbía la luz, y sus ojos color vino tinto brillaban con una curiosidad ancestral.
—Ah —dijo, su voz un susurro sedoso que cortó el aire—. Así que este es el cachorro problemático del que tanto murmuran.
Los científicos retrocedieron como si hubieran visto un fantasma. Enid, por su parte, endureció su expresión, pero sus pupilas se dilataron levemente.
—Alucard —pronunció su nombre como una advertencia—. No recuerdo haber invitado espectros a mis instalaciones.
Alucard sonrió, mostrando colmillos que no eran metafóricos.
—Querida Enid, siempre tan territorial. Vine por curiosidad… y porque detecté un olor interesante. Sangre joven, poder crudo, y… desesperación. Una combinación deliciosa.
Se acercó a la cama. Fénix lo midió con la mirada—depredador reconociendo a otro depredador.
—Vaya, un vampiro de opera —gruñó Fénix—. ¿Viniste a darme consejos de moda o a chuparme la sangre?
Alucard rió, un sonido como cristales rompiéndose.
—Me agrada. Tiene fuego… aunque mal dirigido. —Giró hacia Enid—. El problema no es el suero, querida. Es el recipiente. Este muchacho lucha contra sus propias cadenas tanto como contra las tuyas.
Enid cruzó los brazos.
—¿Y supongo que tienes una solución?
—Pero claro. Entrenamiento. No en este… kindergarten científico. —Hizo un gesto de desdén hacia los tubos de ensayo—. Lo llevaré lejos de aquí. A lugares donde la noche es más oscura y los monstruos más reales.
Fénix levantó una ceja.
—Suena como unas vacaciones de mierda. ¿Incluye tour por castillos decrépitos?
—Incluye volverte el lycan más letal que haya existido —respondió Alucard, su voz ahora grave como un terremoto—. O morir en el intento.
Enid estudió a ambos—el vampiro ancestral y el lobo encadenado. Finalmente, asintió.
—Tres meses, Alucard. Ni mas ni menos.
Alucard se inclinó con elegancia.
—Generosa como siempre.
Luego, se volvió hacia las cadenas de Fénix. Sus dedos—pálidos y largos—las tocaron suavemente. El titanio se cristalizó y se desintegró como azúcar quemado.
—Considera esto tu primera lección —murmuró Alucard—. Las cerraduras son para las mentes pequeñas.
Fénix se frotó las muñecas, donde las marcas de los grilletes aún humeaban.
—Genial. ¿Sigues con el truco de las llaves mágicas o vamos a hacer algo interesante?
En la sala de descanso—un cubo de acero y cuero con máquinas de café que zumbaban como insectos—Fénix esperaba junto a la ventana. La lluvia corría por el cristal como lágrimas de un gigante.