CAPÍTULO 14 : Rumbo a lo desconocido
La mañana en Berlín era un espectro gris que se aferraba a los edificios como una gasa húmeda. Fénix y Alucard avanzaban por calles desiertas, donde el único sonido era el eco de sus pasos sobre el adoquín mojado. La lluvia fina perlaba el abrigo negro de Alucard y empapaba la chaqueta militar de Fénix, pegado a su piel como una segunda conciencia.
Alucard encendió un cigarrillo turco, el humo mezclándose con la niebla matinal.
—Tokio no es una ciudad, muchacho —dijo, la voz un ronroneo metálico—. Es un organismo vivo. Un pulpo de neón y concreto que te devorará si titubeas. Lo que aprenderás allí no está en ningún maldito manual.
Fénix sonrió, un gesto torcido que no llegaba a sus ojos.
—Genial. Siempre quise ser turista en el apocalipsis. ¿Aparte de sushi y luces de neón, qué ofrece? ¿Clases de origami con yakuza?
Alucard lanzó una carcajada seca.
—Ofrece verdad. Y para eso, hay reglas. —Alzó tres dedos enguantados—. Uno: No toques nada sin mi permiso. Dos: Si algo te parece un mal sueño, es porque lo es. No juegues al héroe. Tres: No confíes en nadie que no lleve mi marca.
—¿Marcas? ¿Ahora eres un ganadero de vampiros?
—Algo así. —Alucard lo miró de reojo—. Y olvida tu sarcasmo cuando estemos allí. En Tokio, las palabras tienen peso de plomo.
El aeropuerto surgió ante ellos, un leviatán de cristal y acero. Alucard se detuvo, su perfil afilado contra la luz difusa.
—¿Quieres saber quién era yo antes de esto? —preguntó, inesperadamente—. Un cazador. Un fantasma que bebía de las sombras. Pero los tiempos cambian… y ahora entreno lobos con problemas de actitud.
Fénix estudió el rostro pálido de Alucard, buscando una broma que no encontró.
—Qué honor. Siempre quise ser el proyecto de rehabilitación de un chupasangre decadente.
—Lo estás logrando —murmuró Alucard, y por primera vez, Fénix detectó un dejo de fatiga ancestral en su voz—. Ahora movamos el culo. El avión no espera a los poetas.
En el piso 42 de Enid Corp., la sala de juntas era un cubo de vidrio polarizado suspendido sobre la ciudad. Enid estaba de pie frente al ventanal, su silueta recortada contra un cielo de plomo. Abajo, Berlín parecía un circuito impreso gigante.
Marcus, Lucian y Vanessa esperaban alrededor de la mesa de acero pulido. El aire olía a café caro y ansiedad contenida.
—Fénix se ausentará —anunció Enid sin preámbulos—. Entrenamiento especial. Tokio.
Lucian silbó, reclinándose en la silla.
—¿Entrenamiento? ¿En qué? ¿Ceremonia del té y kárate? Pensé que ya era la máquina definitiva.
—Hasta las máquinas se desgastan —repuso Enid, girándose—. Por eso, Marcus liderará el equipo en su ausencia.
Lucian se irguió, una sonrisa burlona en sus labios.
—Un momento. ¿Y cómo saben que Fénix era el líder? Quizá yo era el cerebro operativo y él solo mi músculo decorativo.
Vanessa soltó una risa ahogada. Marcus se frotó el puente de la nariz.
—Claro —dijo Marcus—. Por eso casi lo matas en un edificio historico.
—¡Era una distracción táctica! —protestó Lucian—. Abrí una ruta de escape alternativa.
—Sí, hacia el infierno —murmuró Vanessa, sonriendo.
Enid permitió que la comedia continuara un momento más, luego alzó una mano.
—Basta. Marcus lidera. Punto. —Su mirada se posó en Lucian—. Y tú, intenta no volver accidentalmente ningún edificio histórico.
Lucian hizo un gesto de dolor exagerado.
—Herido, jefa. Profundamente herido.
Enid solto un suspiro y dijo—. Reúnanse a las 06:00 mañana. Hay mucho trabajo que hacer.
El interior del jet privado era un capricho de cuero italiano y madera de ébano. Alucard se servía un whisky solo en una copa de cristal tallado, mientras Fénix observaba el paisaje de nubes que se deshilachaban bajo ellos.
—Cigarro —ofreció Alucard, sacando uno envuelto en celofán—. Calma los nervios antes del aterrizaje.
Fénix declinó con un gesto.
—No fumo. Tampoco bebo.
Alucard arqueó una ceja.
—Un lycan abstemio. Qué contradicción adorable. ¿Cómo soportas la eternidad?
—Un día a la vez —respondió Fénix, secamente.
Alucard bebió un trago largo.
—Tokio te cambiará, muchacho. Luces que ciegan, mujeres que queman… relájate. Déjate llevar.
—¿Eso es un consejo o una confesión?
—Ambas. —Alucard sonrió—. Mira, sobre mujeres: son como espadas antiguas. Hermosas, mortales, y worth every scar. Sonríe, sé un misterio, y nunca hables de tus heridas. Les gusta creer que somos inmortales.
Fénix rio por lo bajo.
—Anotado. Aunque no creo necesitar tutoría en seducción.
—Todos la necesitamos —Alucard se inclinó—. Incluso yo. ¿Sabías que Enid y yo…? —Hizo una pausa dramática—. Las Vegas, hace un siglo. Fuego puro, muchacho. Esa mujer tiene una garra que te marca para siempre.
Fénix sintió que el calor le subía por el cuello. Maldición.
—¡Ah! ¡Esa cara! —rugió de risa—. ¡Lo sabía! ¿Desde cuándo el lobo feroz se ruboriza?
—Cállate, Alucard.
—No, no, esto es oro puro. —Se inclinó más—. Un consejo no solicitado: con ella, sé directo. Las mujeres como Enid detestan los rodeos.
Fénix miró por la ventanilla, fingiendo interés en las nubes.
—No es lo que piensas.
—Claro que no —Alucard guiñó un ojo—. Por eso se te acelera el pulso cuando la menciono.
Entonces, Alucard hizo algo inesperado. Su cuerpo fluyó como mercurio, rearrastándose átomo a átomo. En segundos, donde estaba el vampiro, ahora se sentaba Enid. El mismo corte de pelo, la misma sonrisa fría, hasta el perfume a jazmín y pólvora.
—¿Qué pasa, Fénix? —dijo la falsa Enid con una voz que era un calco perfecto—. ¿Te has quedado sin palabras?
Fénix contuvo el aire. Era perturbadoramente exacto.
—Basta, Alucard.
—Oh, Fénix —susurró el doble, deslizándose sobre su regazo—. Siempre tan serio. ¿Cuándo admitirás que me extrañas?