Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 16 : Lujo y secretos

CAPÍTULO 16 : Lujo y secretos

El taxi negro se detuvo frente al Hotel Imperial como un suspiro elegante en medio del caos de Tokio. Las puertas de vidrio polarizado se deslizaron abriendo paso a un vestíbulo que desafiaba las leyes de la opulencia. Cristales de Murano pendían del techo como lágrimas congeladas de titanes, reflejándose en suelos de mármol negro pulido hasta el punto de mirrorar cada movimiento. El aire olía a jazmín y dinero viejo.

Fénix pisó el lobby sintiendo que cada paso suyo era una blasfemia contra tanta perfección. Sus botas tácticas, aún impregnadas del polvo de Berlín, parecían manchar la blancura inmaculada del mármol.

—¿De dónde sacas el dinero para esto? —preguntó, su voz un eco incómodo en la vastedad silenciosa—. ¿Vampireo corporativo o herencia de algún aristócrata decapitado?

Alucard sonrió, ajustándose los puños de camisa de seda.

—Inversiones a largo plazo, muchacho. Cuando has vivido siglos, aprendes a jugar en la bolsa… y a robar las joyas de la reina María Antonieta. —Guiñó un ojo—. La sangre es un negocio volátil. El oro, en cambio, nunca pierde su encanto.

Se acercaron a la recepción donde un hombre impecablemente trajeado los recibió con una reverencia que hablaba de siglos de tradición servil.

—Suite presidencial —dijo Alucard sin mirarlo, como si ordenara el clima—. Y envíen champán Dom Pérignon Rose Gold. El de 1959, no esa imitación moderna.

Fénix murmuró para sus adentros:

—Suite presidencial… claro. Porque una habitación normal sería demasiado humana.

—Exactamente —Alucard le pasó un brazo por los hombros—. La vida es demasiado corta para mediocridades. Bueno, la tuya es larga, pero el punto se mantiene.

El recepcionista les entregó las llaves—tarjetas de oro blanco con incrustaciones de diamantes—y otro hombre los guio hacia el ascensor privado.

Afuera, en una carpa policial montada a prisa entre callejones, Roberto da Silva observaba las pantallas de vigilancia. Su físico de luchador de vale tudo contrastaba con los trajes impecables de los oficiales japoneses que lo rodeaban.

Lembrem-se —dijo, su portuñol cortando el aire tenso—. Peguem Fénix e Alucard, e a imortalidade é de vocês. Falhem, e viram sombra.

Uno de los oficiales, con rango de capitán, tragó saliva.

—¿Y si necesitamos más refuerzos? Ya enviamos doce hombres.

Roberto lo miró como un pitbull mira a un caniche.

Mande o exército inteiro se precisar. Mas não falhem. —Sus dedos acariciaron el butt de su pistola—. A imortalidade não se oferece duas vezes.

La suite presidencial era un penthouse de tres niveles con vista a Shinjuku. Alucard servía un coñac centenario en copas de cristal tallado cuando la puerta estalló.

No fue una explosión—fue una desintegración. La madera de teca maciza se convirtió en astillas finas como agujas, y diez policías de escuadrón táctico irrumpieron con fusiles de asalto.

「動くな!この瞬間を終わらせる!」 gritó el líder. ¡No se muevan! ¡Esto termina ahora!

Alucard dejó su copa lentamente. Una sonrisa de depredador aburrido se dibujó en sus labios.

「おやおや」 respondió en un japonés perfecto, con acento de la era Edo. 「こんな歓迎を期待していなかったよ。君たち、本当にこわいね」 Vaya, vaya. No esperaba esta bienvenida. Me dan mucho miedo, chicos.

La descarga fue un coro de truenos. Balas de punta hueca perforaron los sillones de cuero, los cuadros de Hokusai, las botellas de licor… y el pecho de Alucard.

Este ni siquiera parpadeó. Las balas lo atravesaron como si fuera humo, dejando agujeros que se cerraron al instante.

—¡Más! —rió, abriendo los brazos—. ¡Me hacían falta agujeros nuevos!

Los policías retrocedieron, horrorizados. Entonces Alucard se movió.

Fue un blur de traje negro y colmillos blancos. Desgarró gargantas con uñas que eran navajas, esquivando balas con la gracia de un danzarín. La sangre salpicó las paredes de seda china, pintando grotescos murales abstractos. En segundos, diez cuerpos yacían destrozados en el suelo.

Fénix observó todo inmóvil… hasta que una bala perdida le perforó el bíceps.

—¡Mierda! —arrancó el proyectil con los dedos, tirándolo al suelo—. ¿En serio?

Alucard se acercó, limpiándose la sangre de la barbilla con un pañuelo de seda.

—¿Eso te dolió, cachorro? —su tono era burlón—. Los lycans de tu generación son tan sensibles…

—Vete a la mierda, Alucard.

—Ah, ahí está ese espíritu —sonrió el vampiro—. Pero recuerda: quejarse es de humanos. Y tú… —le tocó la herida que ya se cerraba— …ya no tienes ese lujo.

Fénix contuvo una maldición. El olor a cobre y pólvora le llenaba los pulmones.

—¿Esto es un entrenamiento o tu idea de una cita macabra?

—Ambas —Alucard le pasó una copa intacta de coñac—. Bienvenido a Tokio, Fénix. Donde cada noche es una obra de teatro… y la sangre es el único aplauso que importa.

Fuera, en la calle, Roberto da Silva apagó su cigarro con gesto frío. Los gritos habían cesado. Sonrió—sabía que esto era solo el prólogo.




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