Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 18 : El baile de los guerreros (Conclusión)

CAPÍTULO 18 : El baile de los guerreros (Conclusión)

Fénix con las fuersas que le quedaban se lanzó hacia Roberto con la furia desesperada de un animal acorralado. Sus dedos se cerraron alrededor del cuello del mercenario, buscando aplastar la tráquea, pero Roberto era rápido como una serpiente. Se retorció con una elasticidad antinatural y arrojó a Fénix contra la pared con un impacto que resonó en la habitación destrozada.

Antes de que Fénix pudiera recuperar el aliento, Roberto agarró un trozo de viga de acero retorcida—un escombro del techo derrumbado—y lo clavó en el abdomen de Fénix. El metal se hundió con un crujido húmedo, desgarrando músculo y abriendo una herida profunda pero controlada. La sangre brotó, empapando su ropa, pero los órganos vitales permanecieron intactos. Fénix jadeó, colapsando de rodillas.

—Nunca… subestimes… —logró escupir, con una sonrisa torcida, antes de que la oscuridad lo engulfiera.

Roberto observó el cuerpo inconsciente con curiosidad clínica.

Corajoso, mas burro —murmuró, limpiándose las manos en el traje.

Afuera, Alucard caminaba entre los cuerpos de los soldados japoneses como un poeta en un campo de amapolas. Su traje negro estaba impecable—ni una gota de sangre lo manchaba.

—Aburrido —bostezó, examinando sus uñas—. Si esto es lo mejor que Tokio tiene para ofrecer, deberíamos irnos a Kyoto. Al menos allí los monjes saben pelear.

Entró en el hotel justo cuando Roberto se giraba hacia la puerta.

—Vaya, Roberto —dijo Alucard, su voz un susurro sedoso—. Dejar a Fénix hecho un trapo de sangre es… de mala educación. Si vuelvo a Berlín sin él, Enid me arranca la piel. Y yo valoro mi piel.

Roberto abrió la boca para responder, pero Alucard ya estaba upon él. Su mano atravesó el pecho de Roberto con la precisión de un cirujano, arrancándole el corazón en un movimiento fluido. Roberto se desplomó, sus ojos vidriosos fijos en una sorpresa eterna.

Alucard dejó caer el órgano aún palpitante.

—Demasiado predecible —murmuró, agachándose para cargar a Fénix—. Vamos, cachorro. Te llevo a un spa.

Fénix despertó en una cabaña de madera oscura, acostado sobre una estera de paja. El olor a cedro y tierra húmeda llenaba el aire. Una vela parpadeaba en un rincón, proyectando sombras danzantes.

Alucard estaba sentado en un taburete, tallando un trozo de madera con un cuchillo de caza.

—¿Dónde…? —la voz de Fénix sonó áspera como papel de lija.

—En las montañas de Nikko —respondió Alucard sin mirarlo—. Lejos de cámaras y policías con complejo de héroe.

Fénix tocó su abdomen. La herida estaba cerrada—solo una cicatriz rosada y sensible quedaba.

—¿Cuánto tiempo?

—Tres días. Tu cuerpo es resistente, pero incluso los lycans necesitan descansar. —Alucard dejó el cuchillo—. Ahora, sobre tu entrenamiento…

Fénix se incorporó con un gemido.

—¿Entrenamiento? ¿En serio?

—¿Prefieres que te lleve de vuelta a Enid? Ella está… molesta. —Alucard sonrió—. Entre destruir un hotel de cinco estrellas y dejar un rastro de cuerpos, creo que preferiría que hubieras incendiado un orfanato.

—Qué encantador.

—Lo sé. —Alucard se levantó—. Aquí, en este bosque, aprenderás a controlar lo que eres. No más rabietas de lobito.

Fénix miró por la ventana. Los cedros se mecían en el viento, antiguos y sabios.

—¿Y si me niego?

—Entonces te dejaré aquí para que te coman los osos. —Alucard abrió la puerta—. Descansa. Mañana empezamos.

La puerta se cerró, dejando a Fénix solo con el crepitar de la vela y el peso de su nuevo destino.

En Enid Corp., la oficina de Enid era un caos de pantallas rotas y papeles esparcidos. Observaba las noticias japonesas con ojos inyectados en sangre.

—Idiota —murmuró, apretando una taza de café frío—. ¿Cómo se le ocurre causar un incidente internacional?

—Debería estar aquí —susurró, pasándose una mano por el rostro—. No al lado de ese vampiro demente.

Marcó un número en su teléfono—el de Alucard—pero solo obtuvo el tono de ocupado.

—Si algo le pasa… —dejó la frase inconclusa, sabiendo que las amenazas eran inútiles contra Alucard.

La pantalla mostraba ahora a Roberto da Silva—o lo que quedaba de él. Enid apagó el monitor.

—Al menos ese problema está resuelto.

Se recostó en su silla, mirando el cielo gris de Berlín.

—Vuelve pronto, Fénix. Y vuelve entero.




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