CAPÍTULO 23 : El funeral en África
La funeraria se alzaba como un fantasma colonial en medio de la sabana africana. Sus paredes descascaradas mostraban cicatrices de décadas de sol y lluvia, y las ventanas altas—vestidas con cortinas de terciopelo polvoriento—filtraban haces de luz que iluminaban motas de polvo danzantes. El aire olía a tierra húmeda, incienso y flores marchitas, una mezcla agridulce que se aferraba a la garganta.
Dentro, el silencio era pesado como un manto de plomo. Bancas de madera oscura se alineaban frente a un ataúd de caoba simple, cubierto con telas kente de colores vibrantes que contrastaban con la sobriedad del lugar. Asistentes vestidos de negro—algunos con trajes occidentales, otros con ropas tradicionales—murmuraban en lenguas que Fénix no reconocía.
Él y Alucard ocupaban la última fila, sombras entre dolientes. Fénix se ajustó el cuello de su traje negro, incómodo.
—¿Por qué diablos estamos en un funeral en medio de la nada? —susurró, los nudillos blancos al apretar los puños—. Ni siquiera conocemos al muerto.
Alucard, impecable en un traje de lino negro, sonrió sin apartar la vista del féretro.
—A veces, Fénix, las respuestas yacen en lugares donde nadie las busca. Además —su sonrisa se amplió—, los funerales tienen una… energía particular.
Fénix arqueó una ceja.
—¿Energía? Suenas como un charlatán de feria.
—Cállate y observa —Alucard señaló con la barbilla hacia el frente—. Este hombre no era nadie. Pero su muerte… eso es interesante.
Un orador anciano subió al púlpito. Su voz, grave como un trueno lejano, habló en una mezcla de inglés y yoruba. Habló de una vida simple—un granjero, un padre—pero Alucard escuchaba como si desentrañara un código.
Fénix se inclinó hacia él.
—¿Y? ¿Cuál es la gran revelación?
—Paciencia —murmuró Alucard—. Los rituales de muerte son las únicas verdades que no pueden mentir.
Cuando el discurso terminó, Alucard se levantó.
—Ya es suficiente. —Caminó hacia la salida, Fénix tras él.
Afuera, el sol africano golpeaba como un martillo. Alucard se detuvo, girándose hacia Fénix con una sonrisa triunfal.
—Felicidades, Fénix. Has alcanzado la cima.
Fénix lo miró con incredulidad.
—¿Esto era una prueba? ¿Un funeral?
—La prueba final —Alucard ajustó sus guantes—. Controlar tu poder en un lugar cargado de dolor… eso demuestra maestría. No más accesos de rabia o transformaciones accidentales. Eres el arma perfecta. Gracias a mí, claro.
Fénix resopló.
—Ah, claro. Todo gracias al gran Alucard. ¿Quieres que te levante una estatua?
—Una placa conmemorativa bastaría —Alucard rió—. Pero ahora, volvemos a Berlín.
Caminaron hacia un Jeep polvoriento estacionado bajo una acacia.
—Así que esto era todo —dijo Fénix, subiendo al vehículo—. ¿Un viaje a África para un funeral aleatorio?
—No aleatorio —Alucard arrancó el motor—. Este hombre era un sabio tradicional. Su muerte libera ciertas… energías. Y tú, al mantener el control aquí, probaste que puedes manejar poder antiguo sin desmoronarte.
Fénix miró por la ventana. La sabana se extendía infinita, dorada bajo el sol.
—¿Y si hubiera fallado?
—Te habría noqueado y nos habríamos ido igual —Alucard sonrió—. Pero no lo hiciste.
Guardaron silencio un momento. Luego, Fénix preguntó:
—¿Qué pasa ahora?
—Ahora —Alucard aceleró por el camino de tierra—, las misiones serán más interesantes. Y el mundo conocerá mi obra maestra.
Fénix rodó los ojos.
—Tu ego es tan grande como este continente.
—Pero bien merecido, querido Fénix —Alucard guiñó un ojo—. Bien merecido.
El Jeep desapareció en un nube de polvo, dejando atrás la funeraria y sus secretos enterrados.