CAPÍTULO 28 : El eco en mi cabeza
El laboratorio de Enid Corp. estaba en silencio, apenas roto por el zumbido eléctrico de los equipos y el chasquido intermitente de las pantallas al refrescarse. El aire olía a desinfectante y ozono, frío, estéril. El doctor Armitage, con su bata blanca arrugada y los ojos cansados de tantas noches sin dormir, sostenía una carpeta con los resultados de la última resonancia magnética de Fénix.
En la pantalla flotaba la imagen tridimensional de su cráneo: en medio del hemisferio izquierdo, una mancha oscura se expandía como un eclipse interno.
Armitage suspiró antes de hablar. No era un hombre sentimental, pero en su rostro se notaba la incomodidad.
—Fénix… lo que voy a decirte no es fácil de escuchar —empezó, ajustándose las gafas—. Tus estudios muestran la presencia de un glioblastoma multiforme, un tumor cerebral altamente agresivo. Se localiza en el lóbulo frontal, con infiltración hacia estructuras adyacentes. El problema es que no es un crecimiento aislado… es difuso. Se está extendiendo rápido.
Fénix no apartaba la mirada de la pantalla, como si esa mancha pudiera ser borrada con solo desearlo.
El doctor continuó, señalando con un puntero digital las áreas marcadas en rojo:
—En las últimas tres semanas el volumen tumoral ha crecido casi un 22%, lo que es anormal incluso para este tipo de gliomas. Eso explica tus dolores de cabeza, la desorientación y los episodios de irritabilidad. Estamos ante un tumor de grado IV, el más maligno. Las células cancerígenas se infiltran en el tejido sano como raíces, lo que hace imposible retirarlo por completo mediante cirugía.
El silencio era tan denso que se podía oír el zumbido de las luces del techo.
Armitage bajó la voz, pero la firmeza en sus palabras no se quebró:
—Mi recomendación médica es clara. La opción más inmediata sería una craneotomía descompresiva para reducir la masa y aliviar la presión intracraneal. Después, deberías iniciar radioterapia y quimioterapia con temozolomida. No garantiza la cura, pero podría darte tiempo. Meses, quizás un año. Sin tratamiento, la progresión sería fulminante. —Tragó saliva, incómodo—. En tu estado físico, tal vez aguantes un poco más que un paciente normal… pero eso no cambia la naturaleza del tumor.
El doctor se apartó de la pantalla y dejó que la gravedad de sus palabras flotara en el aire.
—Debes entenderlo, Rogers. Este tumor no es algo con lo que se pueda negociar. No lo puedes combatir con fuerza bruta ni con voluntad. Tienes que decidir qué hacer antes de que te deje sin control de tu propio cuerpo.
La mirada de Fénix seguía fija en la imagen de su cerebro, como si observara una sentencia de muerte grabada en fuego. Su mandíbula se tensó, los nudillos se apretaron contra la camilla, pero no dijo nada.
El doctor, nervioso, cerró la carpeta y dio un último consejo con voz grave:
—Mi deber es advertirte: si dejas que esto avance, llegará el momento en que pierdas funciones motoras, la capacidad de hablar, incluso tu juicio. Lo que hoy te hace Fénix… podría desaparecer.
Un silencio interminable.
Finalmente, Fénix se puso de pie, recogió su chaqueta y, con la voz apagada, pronunció apenas una frase:
—Lo tendré en cuenta.
Y sin esperar más, salió del laboratorio, dejando atrás la pantalla con la mancha oscura que crecía en su cerebro como una sombra imparable.
El pasillo de Enid Corp. estaba desierto. El eco de los pasos de Fénix se repetía contra las paredes metálicas como si acompañaran su condena. No habló con nadie, no miró a nadie. Avanzó con la mirada fija, como un fantasma que solo busca un lugar donde derrumbarse.
Al llegar a su habitación, cerró la puerta con un golpe seco. El silencio lo envolvió. Todo estaba igual que siempre: la cama sin hacer, el escritorio con informes desperdigados, una lámpara encendida a medias. Sin embargo, la habitación se sentía ajena, como si ya no le perteneciera.
Dejó caer la chaqueta en el suelo, avanzó hasta el baño y abrió el grifo. El agua fría comenzó a correr con un murmullo constante. Fénix se inclinó sobre el lavabo, apoyando las manos en los bordes de la cerámica, y hundió el rostro bajo el chorro helado.
El agua resbalaba por su piel, pero no podía arrancarle el peso que le oprimía el pecho. Al levantar la cabeza, se miró en el espejo. Sus ojos estaban enrojecidos, y el reflejo devolvía la imagen de alguien que parecía un extraño.
—Hace tan poco… —murmuró con voz ronca—. Hace tan poco que empezó todo esto… y tan pronto… tan pronto va a acabar.
La frase se quebró en su garganta. Un par de lágrimas escaparon sin permiso, cayendo en el lavabo y mezclándose con el agua que seguía corriendo. Cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera detenerlo todo, pero la realidad lo golpeaba sin clemencia.
No sabía qué hacer. No había misión ni enemigo contra el que descargar su furia. No había entrenamiento que lo preparara para una lucha contra algo que devoraba su interior sin darle tregua.
Fénix se dejó caer lentamente contra la pared del baño, sentado en el suelo frío, con los codos sobre las rodillas y las manos cubriéndose el rostro. Lloró en silencio, apenas dejando escapar algún sollozo ahogado.
Después de un rato, respiró hondo. El temblor en su pecho se calmó poco a poco. Alzó la cabeza y miró al techo, como si buscara una respuesta que nunca llegaba.
Un suspiro resignado escapó de sus labios. No gritó, no maldijo. Solo aceptó, en silencio, que la sombra en su cabeza era un final que no podía evitar.
Se quedó allí, quieto, mientras el agua del grifo seguía corriendo, llenando el cuarto con el murmullo constante de un tiempo que se agotaba.