CAPÍTULO 32 : El Fugitivo Parte-3
Fénix despertó con un jadeo ahogado. Cada latido de su corazón era un martillazo en sus sienes, una palpitación sorda que resonaba en el cráneo. El aire que respiraba era espeso, metálico, impregnado de un dulzor nauseabundo que solo conocía demasiado bien: el olor de la sangre fresca y las vísceras abiertas.
Se incorporó con dificultad, las manos temblorosas hundiéndose en algo cálido y pegajoso que cubría el suelo. Al mirarlas, vio que estaban teñidas de un rojo oscuro y brillante. Su traje—arrugado y desgarrado—estaba empapado, pegado a su piel con una viscosidad repulsiva. Su rostro, al pasarse los dedos, estaba cubierto de una máscara húmeda y coagulada.
El pasillo era una cámara de horrores. Las paredes, antes austeras, estaban ahora decoradas con un grotesco mural de salpicaduras carmesí y trozos de materia orgánica irreconocible. En el centro del corredor, lo que una vez fue un hombre yacía esparcido en un radio de varios metros. No era un cadáver; era una instalación de terror. Pedazos de hueso, destellos de tela de un uniforme destrozado, y órganos desgarrados que aún humeaban levemente en el aire frío.
El estómago de Fénix se contrajo violentamente. Se llevó una mano a la boca, conteniendo las arcadas a duras penas.
—¿Qué... qué diablos...? —logró balbucear, su voz un hilo ronco de horror.
«Oh, vaya espectáculo, ¿no crees?» La voz de Adán surgió en su mente, no como un eco, sino como una presencia tangible que se arrastraba por su cortex. Era profunda, reverberante, y goteaba un deleite obsceno. «Te lo dije, Fénix. Mi poder no es algo que puedas menospreciar. Esto... esto es solo un aperitivo de lo que fluiría si finalmente aceptaras el trato.»
Fénix retrocedió arrastrándose, sus botas resbalando en el suelo encharcado. Sus ojos, desorbitados, escudriñaban la carnicería, buscando una lógica, una explicación que su mente se negaba a encontrar. El recuerdo era un vacío negro, pero la evidencia era tan tangible como aterradora.
—Esto... esto no puede ser real —murmuró, su voz quebrada por el pánico—. ¿Qué... qué hiciste?
«¿Yo?» Adán soltó una risa que era como el crujir de huesos viejos. «Yo no hice nada, querido anfitrión. Fuiste tú. O, para ser más precisos, una versión de ti afinada por mi... influencia. ¿Puedes imaginarlo? Este nivel de eficiencia, a tu disposición. Una vez al mes. Ese es todo el precio. Un pequeño intercambio por dejar de ser la cucaracha que todos pisan.»
Fénix apretó los puños, sintiendo la sangre seca agrietarse en su piel. Un odio puro y ardiente hacia el parásito en su mente luchaba contra un miedo aún más profundo: el miedo a sí mismo, a la monstruosidad de la que era capaz sin siquiera recordarlo.
«Vamos, Fénix,» susurró Adán, su tono ahora seductor, una serpiente en la oscuridad. «Mira a tu alrededor. Mira el arte que podemos crear juntos. Conmigo, nadie volvería a alzarse sobre ti. Viktor, Darem... polvo bajo tus pies. ¿Por qué luchar contra lo inevitable?»
Fénix no respondió. Cerrando los ojos, inhaló profundamente, tratando de ahogar el pánico, de encontrar el centro de fría calma que siempre había sido su refugio. Al abrirlos de nuevo, su expresión, aunque pálida y manchada de sangre, había recuperado una chispa de determinación férrea. Se puso de pie, ignorando el temblor de sus piernas, y comenzó a caminar, dejando atrás el abattoir. No miró atrás.
«Ignórame si quieres,» canturreó Adán, su voz desvaneciéndose como el humo. «Pero sabes que volveré a llamar a tu puerta. Siempre estoy aquí. Esperando.»
Fénix avanzaba por el pasillo, cada paso una batalla contra el peso de su propio cuerpo y el eco de las risas de Adán. La adrenalina se disipaba, dejando al descubierto el dolor punzante en su costado y una niebla mental que nublaba sus sentidos. Solo una idea clara permanecía: moverse hacia adelante.
De repente, una silueta familiar bloqueó el final del corredor. Alto, ancho de hombros, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos fríos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Darem, su voz un ronroneo áspero que cortó el silencio—. Mira quién decidió colarse a la fiesta. ¿Es este el gran Fénix que todos temen? Porque lo que estoy viendo... es patético.
Fénix alzó la vista, el agotamiento nublando su usual agudeza.
—Darem... no tengo tiempo para tus juegos. No estoy en condiciones, así que aparta y...
La frase murió en sus labios. Darem se movió con una velocidad engañosa para un hombre de su tamaño. No hubo un destello de metal, solo un impacto sordo y ardiente en el costado de Fénix. Miró hacia abajo y vio el mango de una bayoneta de combate, sobresaliendo grotescamente de entre sus costillas. El dolor, agudo y nauseabundo, lo dobló por la mitad, arrancándole un jadeo ahogado.
—¿De verdad pensaste que ibas a salir de aquí sin saludar? —preguntó Darem, inclinándose para que sus rostros estuvieran a la misma altura. Su aliento olía a puro y a algo más agrio—. Sabes cuánto he anhelado esto, Fénix. Ver cómo el 'invencible' finalmente se agrieta... es casi poético.
Fénix tosió, escupiendo una gota de sangre que manchó la bota impecable de Darem.
—Eres... un maldito imbécil —logró escupir, con una mano apretando el mango del cuchillo, sintiendo la hoja moverse dentro de él con cada respiración—. ¿No tienes... algo mejor que hacer... que apuñalar a un hombre ya acabado?
Darem se encogió de hombros, un gesto casual y despreocupado.
—Tal vez. Pero ¿dónde estaría la diversión en eso? Además, mírate. Apenas puedes mantenerte en pie. Esto ni siquiera es una pelea; es un recordatorio de tu irrelevancia.
«Bueno, esto es un giro interesante,» murmuró Adán en la mente de Fénix, su tono curiosamente divertido. «¿Vas a dejar que este simio con overoles te elimine aquí, en este pasillo mugriento? Porque yo podría resolver esto en un parpadeo. Solo di la palabra.»