CAPÍTULO 35 : El Fugitivo Parte-6
La luz fría de la morgue se reflejaba en las superficies de acero inoxidable. Fénix se ajustaba los últimos botones de su camisa, los dedos recorriendo mecánicamente la tela mientras su mente navegaba en el recuerdo de aquel lugar entre la vida y la muerte. No era un sueño. Era una herida fresca en su psique.
El vacío había sido absoluto. Una oscuridad tan densa que parecía tener peso, presionando contra su consciencia desde todos los ángulos. No había arriba ni abajo, solo una nada infinita y fría. Y entonces, una luz. No una luz cálida o divina, sino un foco clínico y cruel que iluminaba a la única otra figura en aquel limbo.
Adán no flotaba; ocupaba el espacio. Su sonrisa era una cicatriz blanca en la penumbra, demasiado amplia, demasiado llena de dientes que parecían afilados a propósito.
—Bienvenido al umbral, Fénix —su voz no provenía de un punto, sino que resonaba dentro del mismo cráneo de Fénix, como si siempre hubiera estado allí—. Me complace que hayas llegado... aunque, seamos honestos, tus opciones de tránsito eran bastante limitadas.
Fénix intentó gritar, forcejear, pero su ser era pura conciencia, atrapada en una forma que no respondía. La gravedad de la nada lo aplastaba, una losa inmensa de ausencia.
—¿Dónde carajos estoy? —logró proyectar el pensamiento, una onda de rabia y puro terror en el vacío—. ¿Y por qué esa sonrisa de idiota?
La risa de Adán fue el crujir de huesos secos en una noche silenciosa. Dio un paso hacia adelante, y la luz lo siguió, distorsionando su silueta.
—Es sencillo. Estás muerto. Clínicamente, irreversiblemente, divertidamente muerto. Bueno, estábamos muertos. Compartimos alquiler en este departamento, qué cute. Pero yo, siendo el alma caritativa que soy, te traigo una oferta. Dos caminos. Claros. Consecuentes.
Fénix sintió un escalofrío que no tenía cuerpo para manifestarse. La desconfianza era un nudo en su esencia.
Adán alzó un dedo, largo y pálido.
—Opción uno: nos pudrimos juntos. Una eternidad de esto. Silencio. Nada. Un final apropiado para el gran Fénix Rogers. Un héroe que murió como vivió: causando problemas y dejando un desastre. Tu leyenda será... bueno, inexistente. Pero qué importa, estarás muerto.
Dejó que el concepto se hundiera, disfrutando del pánico silencioso que emanaba de Fénix.
Alzó un segundo dedo.
—Opción dos: yo coso ese agujerito melodramático en tu corazón, te devuelvo al mundo de los que pagan impuestos... con una condición minúscula. Aceptas el pacto. Luna llena. Fusión. Tú prestas el cuerpo, yo presto la... persistencia. Todo el paquete de supervivencia premium.
—Prefiero la podredumbre —gruñó Fénix, la rebeldía siendo su último bastión—. Antes que ser tu títere, tu monstruo personal.
Adán suspiró, una exageración teatral.
—Siempre con el drama, querido anfitrión. Pero hagamos números. ¿De verdad quieres abandonarlo todo? A Marcus. A Enid... oh, a Enid. La dejarías sola con este desastre. Y tu vida... toda esa rabia sin gastar. Porque no lo olvides: si tú te vas, yo me voy contigo. Y yo no tengo ninguna intención de pasar la eternidad en este vacío aburridísimo contigo.
El silencio que siguió fue más profundo que la propia oscuridad. Adán no presionaba. Solo esperaba. Y Fénix, atrapado en su orgullo y su miedo, sintió cómo la imagen de Enid cargando con su fracaso, de su equipo deshecho, se imponía a su terquedad. Finalmente, con un resentimiento que saboreó como veneno, cedió.
—Está bien —la concesión fue un pensamiento amargo, derrotado—. Acepto. Pero esto no es una alianza. Esto es... prisión.
La sonrisa de Adán se amplió hasta límites inhumanos, un espectáculo de puro triunfo.
—¡Sabía que entrarías en razón! Bueno, la luz al final del túnel era yo, pero se entiende la metáfora. Ahora... agárrate. Esto no va a gustar.
Un dolor blanco, absoluto, desgarró entonces la nada. No era el dolor de un cuerpo, era el dolor de un alma siendo remendada a la fuerza, soldada de nuevo a la carne con el hierro candente del pacto.
Fénix parpadeó, de vuelta en la morgue. El recuerdo del dolor fantasma hizo que su mano temblara levemente al ajustarse el último botón de la muñeca. Miró su reflejo en la superficie metálica de una estantería. Los ojos que lo miraban eran los suyos, pero ahora sabía que había algo más mirando a través de ellos. Algo que había firmado un contrato en la oscuridad, con su propia vida como moneda de cambio.
Se puso la chaqueta, sintiendo el peso del acuerdo sobre sus hombros, más pesado que cualquier arma o armadura. La resurrección tenía un precio, y acababa de empezar a pagarlo.
La sala de descanso del piso 41 estaba sumida en un silencio pesado, roto solo por el leve zumbido del refrigerador y el ocasional tintineo de una cuchara al revolver el café. La luz del atardecer se filtraba por los ventanales, bañando todo en tonos anaranjados y alargando las sombras de los dos ocupantes.
Vanessa sostenía su taza con ambas manos, como si buscara calor en la porcelana, pero su mirada estaba perdida en el vacío, fija en el patrón de la mesa de acrílico. Lucian, sentado frente a ella, daba sorbos intermitentes a su café negro, demasiado concentrado en el líquido amargo como para romper el hielo que se había formado entre ellos.
Habían pasado cuarenta y ocho horas desde el incidente en el Berghain. Cuarenta y ocho horas desde que habían recuperado el cuerpo destrozado de su líder de la morgue temporal montada en el subsuelo del club.
Lucian fue el primero en ceder al peso del silencio. Dejó su taza sobre la mesa con un golpe seco que hizo que Vanessa parpadeara y alzara la vista.
—Alguien tendrá que tomar el mando —dijo, su voz áspera por el desuso y la tensión—. Enid no va a dejar el equipo sin un capitán por mucho tiempo.