CAPÍTULO 37 : El Fugitivo Parte-8
Lucio se deslizó hacia atrás con la gracia de un felino, su peso distribuido perfectamente, cada músculo relajado pero listo. Su postura era una burla viviente al concepto de esfuerzo.
—Vamos a pelear, Rogers —anunció, su voz un eco plano en la vasta sala—. Aquí. Ahora. Quiero que me ataques con todo lo que crees tener. No te contengas. —Una sonrisa delgada y fría se dibujó en sus labios—. Porque yo, desde luego, no lo haré.
Fénix soltó una risa corta y áspera, cruzando los brazos con una arrogancia que era puro mecanismo de defensa.
—¿En serio? Esto huele a una de esas lecciones baratas de 'aprende mediante la paliza'. ¿De verdad crees que necesito que me enseñes a—?
El aire se cortó. No hubo un aviso, un cambio en la expresión de Lucio, un tensamiento de músculos. Solo un fogonazo de movimiento, y entonces el puño de Lucio—un martillo de carne y hueso—se hundió en el plexo solar de Fénix con la fuerza concentrada de un torpedo.
El impacto no fue un golpe; fue una detonación interna. Fénix voló hacia atrás, el mundo convertido en un torbellino de luces y sonido rugiente. Se estrelló contra la pared metálica acolchada con un crujido sordo y metálico que habló de estructuras tensionadas más allá de su límite. La plancha de acero se hundió, moldeándose alrededor de su cuerpo por una fracción de segundo antes de que la gravedad lo reclamara y cayera de rodillas, jadeando, escupiendo saliva y una fina línea de bilis.
Lucio ni siquiera había cambiado de postura. Señaló con un dedo, como un maestro disgustado con un alumno particularmente lento.
—Lección número uno: La lengua suelta es un lastre. En una pelea, tu boca debe estar cerrada y tu mente, abierta. Más acción. Cero palabras.
Fénix se puso de pie con una lentitud agonizante, cada movimiento una protesta de músculos magullados y orgullo herido. Se limpió el costado de la boca con el dorso de la mano, dejando un reguero de saliva. Una sonrisa torcida, más un rictus de dolor que de diversión, se le escapó.
—Bien. Si es así como quieres jugar...
Se lanzó hacia adelante, esta vez sin aviso. Su puño se disparó como un pistón hacia la cara de Lucio. Fue rápido, letal, cargado con la fuerza lycan que ardía en sus venas.
Y fue completamente inútil.
Lucio se movió. No fue una esquivada, fue una desaparición. Se desvaneció del punto de impacto y reapareció a un lado, su propio brazo un látigo que conectó con la mandíbula de Fénix. El crujido de dientes fue audible. Antes de que Fénix pudiera procesar el dolor, una sucesión de golpes precisos y devastadores martillaron su torso, sus costillas, su diafragma. Cada impacto lo hacía retroceder, robándole el aire, la cordura, la compostura.
Por un instante, una fracción de segundo, Fénix vio una apertura. Un leve descuido en la guardia de Lucio. Con un gruñido de esfuerzo, conectó un puñetazo en el brazo derecho de su instructor. Fue un golpe sólido, bien colocado. Sintió, con una satisfacción feroz, cómo la articulación del hombro de Lucio cedía con un pop nauseabundo y se dislocaba.
Se enderezó, jadeando, una sonrisa de triunfo manchada de sangre en sus labios.
—¿Qué tal eso, maestro? ¿Sigues pensando que soy l—?
Lucio no gritó. No mostró dolor. Miró su brazo colgando inútilmente con una curiosidad casi académica. Luego, con un movimiento que desafió toda anatomía, usó el momentum de su propio brazo dislocado como si fuera un mazo flexible y lo lanzó hacia adelante, impulsando su cuerpo con él. Su frente, dura como el granito, se estampó contra la de Fénix.
El mundo estalló en blanco. Fénix fue arrojado hacia el otro extremo de la habitación como un muñeco de trapo, aterrizando en un montón informe.
«Bravo, pequeño lobo.» La voz de Adán surgió en su mente, un susurro dulce y venenoso como el azúcar glass sobre un veneno. «¿Es este el potencial infinito que me vendiste? Si sigues así, Lucio te va a usar para limpiar el suelo de su gimnasio. Quizás debí apostar por él. Al menos sabe pelear.»
Fénix gruñó, escupiendo sangre sobre el suelo impecable.
—Cállate —masculló entre dientes, obligando a su cuerpo a responderse, a ponerse de pie una vez más—. Esto... no ha terminado.
Lucio, desde el centro de la sala, se observaba el brazo dislocado con fastidio. Con un movimiento rápido y experto, se lo apretó contra la pared y, con un empujón seco y un crujido horrible, se lo recolocó en su sitio. Sacudió la mano, flexionando los dedos.
—¿Eso es todo? —preguntó, su tono era de aburrimiento deliberado—. Vamos, Rogers. Demuéstrame que no eres solo un saco de arena con actitud.
Fénix respiró hondo, ignorando el dolor punzante en su cráneo, y se preparó para otro asalto. Pero justo cuando se disponía a cargar, Lucio alzó una mano.
—Espera. Mira tu abdomen.
Fénix bajó la mirada. Incrustado justo debajo de su caja torácica, casi invisible contra la tela oscura de su ropa deportiva empapada en sudor, había un pequeño estilete metálico. No era más largo que su pulgar, delgado como una aguja. No lo había sentido. No hasta ahora. Un entumecimiento frío y pesado comenzaba a extenderse desde el punto de inserción, como hielo propagándose por sus venas.
—Ese pequeño adorno —dijo Lucio con calma— ha estado ahí desde el primer golpe. ¿Ni siquiera lo notaste? Tsk, tsk. No solo eres lento de reflejos, eres lento de percepción. Lección número dos: El dolor es una distracción. Siempre revisa los daños inmediatamente después del impacto. Los detalles pequeños son los que te matan.
Fénix, con movimientos que ya se volvían torpes, agarró el estilete y lo arrancó. Una gota de sangre espesa y oscura brotó del minúsculo orificio. Lo dejó caer. El entumecimiento se aceleró, paralizando sus músculos. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas, luego de costado, completamente inmóvil sobre el frío suelo. Podía respirar, podía parpadear, podía pensar. Pero no podía moverse.