CAPÍTULO 40 : El Fugitivo Parte-11
La lluvia caía sobre Berlín con la insistencia de un martilleo fúnebre. No era una llovizna refrescante, sino un aguacero frío y gris que convertía las calles en ríos de neón difuso y empapaba todo a su paso con una humedad que calaba hasta los huesos. Bajo el dintel de la entrada principal de Enid Corp., protegidos apenas del diluvio, Fénix y Lucio formaban una silueta de contrastes.
Lucio, impasible bajo la tromba, con su habitual traje blanco ahora oculto bajo una trench coat negra y seca, miraba la cortina de agua con desdén. Fénix, enfundado en su habitual traje ya empapada, se estremeció cuando una gota fría se coló por su cuello.
—Día encantador —masculló Fénix, frotándose los brazos—. Perfecto para un paseo turístico.
Lucio ni siquiera se volvió. Su voz cortó el estruendo de la lluvia con la precisión de un cuchillo.
—Olvida el turismo, Rogers. Hoy trabajamos. —Finalmente, giró hacia él, sus ojos grises eran como pedernales bajo el ala de su sombrero—. Tenemos una situación en el distrito de Mitte. El Hotel Sakura, un sitio de lujo japonés. Elegante, discreto, carísimo. O lo era.
Fénix arqueó una ceja.
—¿Problemas con el sushi? ¿Yakuza?
—Peor —espetó Lucio—. Arácnidos. Arañas. Pero no las comunes. Algo las infectó. Algún idiso jugando con variantes de la cepa vampírica las ha convertido en algo... distinto. Más grandes, más rápidas, más agresivas. Y con un apetito que ya se ha cobrado a una docena de huéspedes y personal. Los que no están muertos, están encerrados en sus habitaciones, aterrorizados.
Fénix frunció el ceño.
—Arañas vampiro. Genial. Justo lo que me faltaba en mi colección de pesadillas.
—La misión es simple —continuó Lucio, ignorando el comentario—. Entrar, limpiar el lugar, asegurar a los supervivientes y recuperar cualquier muestra de la cepa mutada que podamos encontrar. Enid quiere saber qué demonios está pasando. —Hizo una pausa, clavando su mirada en Fénix—. Y tú vas a aprender a seguir órdenes.
Se acercó un paso, la lluvia creando una cortina a su alrededor que aislaba su conversación.
—Regla número uno: —su voz era un latigazo— Obediencia ciega. Si te digo que te detengas, te detienes. Si te digo que corras, corres. Si te digo que saltes por una ventana, preguntas "¿desde qué piso?". No pienses, no cuestiones, obedece. Tu vida y la mía dependen de ello. ¿Claro?
Fénix asintió, la frivolidad desvaneciéndose de su rostro.
—Regla número dos: —continuó Lucio— Sigilo y precisión. Esto no es una carga frontal. Es una cacería. Usamos armas silenciadas, ataques quirúrgicos. No quiero alertar a cada maldita araña del edificio. Si las provocamos todas a la vez, estaremos nadando en un mar de patas y veneno en minutos.
—Entendido —dijo Fénix, su tono ahora serio.
—Regla número tres: —Lucio señaló con el índice, casi clavándolo en el pecho de Fénix— Control. Ese monstruo que llevas dentro, esa rabia lycan... se quedan bajo llave. A menos que yo te lo ordene explícitamente, peleas como humano. Con técnica, con estrategia. No como un animal enfurecido. ¿Me has entendido?
Fénix mantuvo su mirada.
—Sí, instructor.
Lucio lo estudió por un segundo más, como si buscara algún rastro de insubordinación. Al no encontrar nada, asintió lentamente.
—Bien. —Su expresión no se suavizó, pero la intensidad de su mirada disminuyó un grado—. Esta no es una misión de Enid Corp. Esto es un examen. Tu examen. Quiero ver si algo de lo que te he enseñado ha calado en ese cráneo duro.
Fénix apretó los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta. Sabía lo que estaba en juego.
—No te defraudaré.
—Más te vale —gruñó Lucio. Luego, inesperadamente, un destello de algo que no era dureza cruzó sus ojos—. Y si esto sale bien... si sales de ahí sin haber convertido el lugar en un matadero de ocho patas y demuestras que puedes seguir un plan... —Hizo una pausa, casi como si le costara decirlo—. Te llevo a comer. Carne. La mejor parrillada argentina de Berlín. Un lugar que conozco. Sin menús de degustación, ni platos microscópicos. Carne de verdad, para hombres de verdad.
La sorpresa fue tan evidente en el rostro de Fénix que por un momento se olvidó de la lluvia. Una sonrisa genuina, no sarcástica, se dibujó en sus labios. No era el premio lo que importaba, sino el gesto. El reconocimiento.
—¿En serio? —preguntó, incapaz de disimular un atisbo de emoción juvenil.
Lucio esbozó lo que podría haber sido una sonrisa, pero se convirtió en una mueza de advertencia.
—No me hagas arrepentirme de la oferta, Rogers. Ahora, móntate en la van. —Señaló una furgoneta negra y discreta que acababa de detenerse frente a ellos, con el motor al ralentí—. Repasaremos los planos del hotel en el camino. Y recuerda las reglas.
Fénix asintió, una nueva determinación ardiendo en su interior. Siguió a Lucio hacia la furgoneta bajo la lluvia implacable, pero ya no sentía el frío. Solo la anticipación de la cacería que se avecinaba y la improbable pero tangible promesa de una comida que valía la pena pelear por ella.
La furgoneta negra se deslizó hasta detenerse frente al Hotel Sakura, sus neumáticos susurrando sobre el asfalto encharcado. El edificio era una estructura de líneas limpias y madera oscura, un pedazo de tranquilidad japonesa transplantado en el corazón lluvioso de Berlín. Pero la paz era una ilusión. Las luces de emergencia parpadeaban débilmente detrás de las ventanas veladas, y el letrero de neón del hotel crepitaba de forma irregular, lanzando chispas azules a los charcos.
En la acera, bajo un paraguas negro enorme, los esperaban dos figuras. Un hombre y una mujer japoneses, impecablemente vestidos con trajes tradicionales oscuros, sus rostros eran máscaras de una calma profesional fracturada por el terror que asomaba en sus ojos. El hombre, de edad avanzada y postura rígida, se inclinó levemente al ver a Lucio bajar de la furgoneta.