Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 41 : El Fugitivo Parte-12

CAPÍTULO 41 : El Fugitivo Parte-12

El silencio del Hotel Sakura se quebró. No de golpe, sino con un susurro. Un roce múltiple, como de seda rasgándose, que provenía de las profundidades del pasillo. Era un sonido bajo, constante, que erizó la piel de Fénix. Se hizo más fuerte, mezclado con un chasquido húmedo y el crujir de quitina.

Lucio alzó una mano, deteniéndolo. Ambos se agacharon, fundiéndose con las sombras. Al fondo del interminable corredor, algo se movía. La tenue luz de emergencia parpadeó, iluminando por segundos la pesadilla que se acercaba.

Eran tres. Monstruosidades que parecían sacadas de un grabado medieval de hierbas alucinógenas. El tamaño de un perro grande, sus cuerpos eran una fusión grotesca de arácnido y humano. Ocho patas velludas y articuladas como lanzas sostenían un torso hinchado, pálido y glabro, de donde emergían brazos humanos desproporcionados y terminados en garras. Sus cabezas eran lo más horripilante: ojos compuestos negros como el azabache rodeaban una boca vertical que se abría para mostrar colmillos del tamaño de dagas, goteando un fluido brillante y ambarino. Movían esos torsos humanosoides de forma espasmódica, antinatural, como marionetas manejadas por un titiritero demente. El susurro provenía de sus patas raspando la alfombra y el techo.

Fénix contuvo la respiración, una oleada de puro asco y horror helándole la sangre. Nunca había visto nada igual.

—Dios mío... —logró escupir, su voz un hilillo de incredulidad.

Lucio no se inmutó. Con una calma que rayaba en lo sobrenatural, desabrochó su trench coat. Debajo, en un arnés simple junto a su torso, llevaba una espada. No era una katana, sino una espada larga europea de doble filo, con una empuñadura de cuero desgastado y una guarda sencilla de acero. La vaina era de madera oscura, sin adornos. La desenvainó con un sonido suave y sibilante. El metal no brilló; parecía absorber la poca luz del pasillo, oscura y mate.

Fénix lo miró, luego a las aberraciones que avanzaban, y de vuelta a la espada.

—¿Y eso? —preguntó, el pánico haciendo que su voz sonara más aguda de lo usual—. ¿Esa cosa va a servir contra... eso?

Lucio no apartó la vista de las criaturas. Su voz era un murmuro plano, didáctico, como si estuviera dando una clase en medio del infierno.

—Esta espada no se mide por su filo, Rogers. Se mide por su hambre. —Hizo un movimiento de muñeca, y la hoja pareció vibrar levemente, emitiendo un zumbido casi imperceptible—. Cada ser antinatural que acaba, cada alma aberrante que libera, fortalece su esencia. Las almas de mis enemigos se forjan en su metal, alimentándola, haciéndola más mortífera. No corta carne. Corta la mismísima esencia de lo que no debería existir.

Antes de que Fénix pudiera procesar lo que eso significaba, la araña líder, con un chillido que era mitad silbido, mitad grito humano, se lanzó hacia ellos. Fénix reaccionó por instinto. Desenfundó su Matilda, apuntó y disparó tres veces.

Phut. Phut. Phut.

Los impactos sonaron sordos en el torso pálido de la criatura. Los orificios supuraron un líquido negro, pero la bestia apenas se inmutó. Sus ojos compuestos se fijaron en Fénix con una inteligencia maligna. Con una velocidad que desafió la visión, una de sus patas delanteras, afilada como una lanza, se disparó hacia él.

Fénix intentó esquivar, pero fue demasiado lento. La pata lo golpeó en el costado con la fuerza de un ariete, levantándolo del suelo y arrojándolo contra la pared de yeso a diez metros de distancia. El impacto fue brutal, sacudiéndolo hasta los huesos. Cayó al suelo, jadeando, viendo estrellas, el sabor del yeso y la sangre en su boca.

La araña-monstruo se encaramó sobre él, sus colmillos centelleantes, goteando veneno sobre su rostro. Fénix intentó levantar el arma, pero su brazo no respondía. Solo podía mirar, paralizado por el dolor y el horror.

Lucio no se había movido.

Observó cómo la criatura se cernía sobre su alumno. No había prisa en sus movimientos. Respiró hondo, con calma.

Luego, actuó.

No fue una carga. Fue un deslizamiento. Se movió con una economía de movimiento perfecta, esquivando otra pata lanzada como si conociera su trayectoria de antemano. La espada oscura dibujó un arco silencioso en el aire.

No hubo un sonido de corte. No hubo un chillido. La hoja simplemente pasó a través del cuello quitinoso de la araña como si no hubiera estado allí. La cabeza, con sus ojos aún fijados en Fénix, se desprendió y rodó por la alfombra. El cuerpo se desplomó, convulsionándose, un fluido negro espeso manando del muñón.

Lucio no miró el cadáver. Giró hacia las otras dos criaturas que avanzaban, su espada ahora con una energía apenas audible, un sonido de avispa sedienta. La hoja parecía aún más oscura, como si hubiera bebido la oscuridad de la bestia.

—Lección número cuatro, Rogers —dijo Lucio, su voz era clara y cortante en el pasillo—: Las balas a veces son solo un saludo. Para matar monstruos, necesitas una herramienta que entienda de monstruos. —Sus ojos se posaron en Fénix, que aún se debatía por incorporarse—. Ahora, ¿vas a quedarte ahí tirado o vas a aprender?

El sonido metálico de la Matilda al golpear la alfombra fue un punto final. Fénix escupió un coágulo de sangre, sus ojos, ahora libres del shock inicial, ardían con una furia fría. El dolor en su costado era una llamarada, pero la humillación ardía más. Se puso en guardia, las manos desnudas levantadas, su cuerpo adoptando la postura que Lucio le había machacado a golpes. Ya no era un hombre con un arma; era un depredador acorralado.

Las dos arañas restantes no dieron tiempo para más. Se movieron con una velocidad que desafiaba la física, sus ocho patas eran un borrón que atravesó el pasillo en un instante. Fénix se concentró en la de la izquierda. Ignoró el dolor, ignoró el miedo, y canalizó todo el poder latente en sus músculos lycan.




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