CAPÍTULO 42 : El Fugitivo Parte-13
Un error. Un maldito error de cálculo. Lucio lo admitió para sus adentros en la fracción de segundo en que la bestia, con una fuerza que no había anticipado, redobló su empuje. Él había subestimado la resiliencia de esta criatura en particular, quizás la matriarca de la colonia, fortalecida por la cepa mutante. Su espada, aunque hambrienta, no podía contra la masa bruta y la furia ciega.
Con un gruñido de esfuerzo, la araña-monstruo embistió una última vez, y esta vez Lucio no pudo contenerla. Fue lanzado hacia atrás como un fardo, estrellándose contra la pared opuesta del pasillo con un impacto que le arrancó el aire de los pulmones. La espada oscura se le escapó de los dedos entumecidos y cayó a la alfombra con un golpe sordo, fuera de su alcance. La criatura se irguió sobre él, victoriosa, sus colmillos goteando veneno a centímetros de su rostro. Un triunfo grotesco brilló en sus múltiples ojos negros.
Fue entonces cuando Fénix irrumpió desde la suite destrozada. Sin vacilar, se abalanzó sobre la espalda quitinosa de la bestia, agarrándola por lo que podrían ser sus hombros y tirando hacia atrás con toda la fuerza sobrehumana que le quedaba.
—¡No... hoy...! —rugió, sus músculos cediendo bajo el esfuerzo titánico.
Pero la araña apenas se inmutó. Era como intentar derribar un edificio. Sus patas se anclaron en la alfombra, resistiendo su empuje. Fénix apretó los dientes, las venas de su cuello sobresaliendo como cuerdas. No era suficiente.
La desesperación lo embargó. En un acto de puro instinto, de rabia impotente, gritó hacia el vacío, hacia el parásito en su mente:
—¡ADÁN! ¡Maldita sea, haz algo! ¡AYÚDAME!
Por un instante, nada. Luego, una sensación de burla pura, de diversión obscena, floreció en su cerebro. En su mejilla derecha, la piel se distendió de repente, formando una protuberancia antinatural que se abrió para revelar... una boca. Pequeña, con dientes diminutos y afilados, y una lengua oscura y reptiliana. No era una boca real, era una manifestación psicosomática, una cruel broma de Adán.
La bocaza en su mejilla se rió, un sonido chirriante y agudo que no provenía de sus pulmones.
«¿Ayudarte?» susurró la voz de Adán directamente desde esa aberración, un sonido húmedo y cercano que solo Fénix podía oír. «¡Pero si esto es lo más divertido que he tenido en siglos! Lucha, pequeño lobo. ¡Entreténme!»
La boca se desvaneció tan rápido como había aparecido, dejando solo la piel intacta y una humillación ardiente.
La burla, sin embargo, avivó el fuego de su furia. Con un grito que era pura rabia lycan, Fénix encontró una reserva de fuerza que no sabía que tenía. Retrocedió un paso para tomar impulso y volvió a cargar, ya no tratando de derribarla, sino de distraerla, de moverla aunque fuera un centímetro.
Fue suficiente.
El titubeo de la bestia, por mínimo que fuera, le dio a Lucio la apertura que necesitaba. Rodó hacia un lado, su mano encontrando el familiar mango de cuero de su espada. Al sentir su contacto, la hoja oscura vibró, como despertando de un sueño ligero.
En un movimiento fluido que era pura muerte, Lucio se incorporó y, con la fuerza de su brazo y el hambre acumulada del arma, descargó un tajo horizontal perfecto. La hoja no cortó; devoró. Pasó a través del abdomen de la araña como si no existiera, y la criatura se congeló, su chirrido de triunfo cortado de raíz. Luego, se partió en dos, sus mitades superior e inferior colapsando en direcciones opuestas, bañando el pasillo en fluido negro.
El silencio volvió, ahora roto solo por la respiración jadeante de Fénix, que se apoyaba en las rodillas, exhausto.
Lucio se enderezó, limpiando la hoja impecable de su espada con un paño que sacó de su bolsillo antes de enfundarla. Caminó hacia donde yacía la Matilda de Fénix, la recogió y se acercó a su alumno. Le tendió el arma primero.
—No la vuelvas a tirar —dijo, su voz áspera pero carente del desprecio habitual—. Un arma es una extensión de tu voluntad. Abandonarla es abandonarte a ti mismo.
Luego, le tendió la mano.
Fénix miró la mano extendida, luego a Lucio. Tomó el arma primero y la guardó. Luego, agarró la mano de Lucio y se dejó levantar. El gesto fue firme, sin condescendencia.
—Estuviste a punto de arruinarlo todo con ese berrinche —dijo Lucio, soltando su mano—. Gritarle a ese... parásito... fue un error de principiante. La desesperación nubla el juicio.
Fénix asintió, sin negarlo. —Sí, instructor.
Lucio lo estudió de arriba abajo, cubierto de sangre negra, yeso y sudor, pero de pie. Con vida.
—Pero... —continuó Lucio, haciendo una pausa dramática—. En esta semana, has mejorado. Has pasado de ser un martillo torpe a ser un cincel... desafilado, pero un cincel al fin. Aprendes. Rápido.
Era el elogio más grande que Fénix había recibido de él. Un casi imperceptible halo de orgullo asomó en el rostro de Lucio, rápidamente oculto tras su fachada de dureza.
Fénix, a pesar del dolor y el agotamiento, esbozó una sonrisa cansada. —Un cincel... gracias, supongo. —Luego, recordó. El motivo que había alimentado su última carga desesperada. —Oye, sobre esa promesa... la de la carne. La parrillada argentina. ¿Sigue en pie? Porque creo que me he ganado un buen filete. O tres.
Lucio soltó un resoplido que podría haber sido una risa ahogada. —¿Tres? Con suerte te ganas una salchicha. —Miró a su alrededor, el pasillo convertido en un matadero—. Pero sí, Rogers. La promesa sigue en pie. Ahora, ayudame a asegurar esta zona. Luego, nos largamos de este agujero apestoso. —Señaló los cadáveres de las arañas—. Y de paso, recogemos muestras. Enid querrá estudiarlas.
Por primera vez, caminaron juntos por el pasillo, no como maestro y alumno, sino como compañeros que habían sobrevivido a la misma pesadilla. La relación aún era áspera, llena de espinas y advertencias, pero ahora había un respeto forjado en el combate y la promesa de una comida que sabría a victoria.