CAPÍTULO 43 : El Fugitivo Parte-14
El amanecer en Berlín era una franja de color lavanda y naranja pálido rasgando el gris perpetuo del cielo. A las 5:00 a.m. en punto, antes de que la primera sirena perturbara el silencio, los párpados de Darem se abrieron. No hubo parpadeo soñoliento, ni búsqueda a tientas de un botón de snooze. Su conciencia pasó de la inconsciencia a la alerta total en el espacio de un latido, como si un interruptor se hubiera accionado en su interior.
Su habitación no era una celda, pero tampoco un hogar. Era un cubículo espartano en los cuarteles de Antigen, desprovisto de posters, fotografías o cualquier atisbo de personalidad. Una cama individual con sábanas grises y tirantes, un armario metálico para su uniforme y ropa de entrenamiento, y una mesa con un libro: una Biblia negra, desgastada en los bordes, con esquinas dobladas en pasajes específicos. Las paredes estaban limpias, sin una mota de polvo.
Se vistió con ropa de entrenamiento negra y sencilla, sin logotipos. Sus movimientos eran económicos, precisos, sin un ápice de energía desperdiciada. A las 5:15 a.m. exactas, salió de su habitación y se dirigió a la cafetería de Antigen.
El comedor estaba vacío a esta hora, iluminado por los fluorescentes fríos que reflejaban el acero inoxidable de las mesas y mostradores. El aire olía a café rancio y limpiador industrial. La única persona presente era un cocinero somnoliento, que asintió con la cabeza hacia Darem como parte de un ritual diario. Sin mediar palabra, le sirvió un tazón de avena espesa y sin azúcar, una manzana y un vaso de agua. La comida del soldado perfecto.
Darem se sentó solo en una mesa lejos de la entrada. Comió con la misma eficiencia con la que hacía todo: cuchareadas constantes y medidas, masticando cada bocado el número exacto de veces necesario. No miró su datapad, no soñó despierto. Solo comió, fuel para la máquina. En diez minutos, había terminado. Dejó el tazón y el plato impecables, como si nadie los hubiera usado, y se dirigió al gimnasio.
El gimnasio de Antigen a las 5:30 a.m. era un templo de soledad y esfuerzo. El olor a sudor, metal y goma era intenso. Máquinas de pesas, sacos de boxeo, cuerdas para saltar, todo esperando en la penumbra. Darem ignoró todo ello.
Se dirigió a un rincón despejado, con vista a un ventanal que empezaba a mostrar la ciudad despertando. Se colocó de pie, con los pies separados al ancho de los hombros. Bajó ligeramente su centro de gravedad, doblando las rodillas apenas. Sus brazos se elevaron suavemente, como abrazando un árbol invisible, las palmas hacia su cuerpo. Su espalda se enderezó, su barbilla se recogió ligeramente. Sus ojos se enfocaron en un punto en el horizonte, pero sin ver realmente.
Era la postura del Zhan Zhuang. La postura de abrazar el árbol.
Y allí se quedó. Inmóvil.
Los minutos se convirtieron en una hora. Luego en dos. El sudor comenzó a empapar su ropa, formando un halo oscuro en su espalda y pecho. Un temblor casi imperceptible comenzó en sus músculos de las piernas, una protesta silenciosa ante la exigencia estática. Su respiración era lo único que se movía, profunda y rítmica, inhalando por la nariz, exhalando por la boca, un ciclo constante que alimentaba la quema interna.
No era meditación. Era un entrenamiento de hierro. Forjaba la paciencia de un depredador, la resistencia inquebrantable para esperar el momento exacto para golpear. Cultivaba la raíz, la conexión a tierra que lo hacía imbatible en combate. Cada minuto de quietud era un recordatorio de que el verdadero poder no reside en el movimiento constante, sino en el control absoluto, en la capacidad de almacenar energía explosiva en la aparente calma.
A las 8:00 a.m., finalmente, se movió. No con un sobresalto, sino con una lentitud deliberada, bajando los brazos y enderezando las piernas. Tomó una toalla y se secó el rostro y el cuello. Su expresión no mostraba fatiga, solo una serenidad profunda y un poco intimidante.
De regreso en su habitación, tras una ducha fría y rápida, se vistió con su uniforme negro de operativo de Antigen. Luego, se sentó en el borde de su cama y tomó la Biblia.
No la abrió al azar. Sus dedos, gruesos y cicatrizados, pasaron las páginas con una familiaridad reverente hasta llegar a un pasaje marcado por el uso. Efesios 6:12.
Su voz, usualmente un gruñido o un arma, se suavizó hasta convertirse en un murmuro grave y resonante que llenó la pequeña habitación. No cantaba, no rezaba con emoción. Declaraba. Cada palabra era un hecho, una verdad fundamental de su existencia.
"Porque no tenemos lucha contra sangre y carne," comenzó, su mirada fija en la página, "sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes."
Cada sílaba cargaba con el peso de su convicción. Esto no era un ritual vacío. Era una reafirmación de su propósito, de su guerra personal. No luchaba contra hombres, ni contra lycans, ni contra vampiros. Luchaba contra la maldad misma, contra la oscuridad que se escondía detrás de ellos. Eran solo manifestaciones, carne y hueso corruptos por una fuerza espiritual superior. Él era el guerrero de Dios en un mundo que había olvidado Su nombre, el instrumento de una ira divina contra las "huestes de maldad".
Al terminar, cerró el libro con suavidad. Se quedó sentado en silencio por un minuto más, los ecos de las palabras sagradas mezclándose con la quietud de su habitación.
La luz de la tarde, filtrada por los altos vitrales de la iglesia de San Miguel, pintaba columnas de color sobre los bancos de madera vacíos. El olor a incienso antiguo y cera de abejas flotaba en el aire silencioso, un contraste profundo con el olor metálico y estéril de Antigen.
Darem estaba arrodillado en un banco cerca del frente, no por devoción performativa, sino por una necesidad de alineación. Su enorme figura parecía fuera de lugar en la paz del recinto, como un lobo agachado en un jardín. Sus manos, capaces de destrozar cráneos, estaban entrelazadas con una calma que resultaba inquietante. Siguió la misa con una atención militar, cada respuesta, cada genuflexión, ejecutada con una precisión mecánica pero impregnada de una convicción profunda.