Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 50 : El Fugitivo Parte-21 FINAL

CAPÍTULO 50 : El Fugitivo Parte-21 FINAL

El parque era una isla de paz artificial en el corazón de Berlín. El sol de la tarde se filtraba entre las hojas de los tilos, pintando el camino de luz y sombras. Fénix estaba sentado en un banco de madera gastada, las manos colgando entre las rodillas. No veía a los niños jugando, ni a las parejas paseando. Solo veía el vacío que había dentro de sí, un silencio profundo que seguía al rugido de la batalla y al susurro de Adán.

Un roce suave contra su pierna lo sacó de su encierro. Un perro callejero, un mestizo de pelaje marrón y ojos cansados pero gentiles, se había sentado a sus pies, mirándolo con una curiosidad tranquila.

Fénix sonrió, un gesto pequeño y fatigado. Extendió la mano y hundió los dedos en el pelaje áspero pero cálido. El animal cerró los ojos, inclinándose hacia el contacto.

—A veces me pregunto cómo sería —murmuró Fénix, su voz era un susurro para el perro y para sí mismo—. Ser tú. Sin el peso de lo que hicimos. Sin la culpa de lo que debemos hacer. Solo... existir. Respirar. Dormir al sol. No cargar con la oscuridad de nadie más. Ser solo un perro.

El animal movió la cola, golpeando el suelo con un suave thump, thump, thump.

—Claro —añadió Fénix con una risa irónica—. Pero eso también significaría no poder elegir lo que como. Y no, gracias. La comida de lata ya la tengo asegurada.

El perro emitió un suave gruñido, como si estuviera en desacuerdo con el menú hipotético.

La vibración en su bolsillo cortó el momento. Fénix sacó el teléfono. Un mensaje de Enid. Lo abrió.

ENID: Fénix. Washington arde. Adán se mueve. Necesito que estés en Enid Corp. Ya.

La paz se quebró. El peso regresó, más pesado que antes. Antes de que pudiera procesarlo, el teléfono sonó. La misma línea segura.

—¿Enid? —contestó, su voz había recuperado su dureza habitual.

—Fénix —la voz de Enid era un cable de acero, tenso y directo—. El presidente mordió el anzuelo. Adán se jugó su carta y ganó. La Casa Blanca está en jaque. No es una misión más. Es el principio del fin si no actuamos. Te necesito aquí. El equipo se está reuniendo.

Fénix miró al perro, que lo observaba con sus ojos leales y simples. Un último vestigio de un mundo que se desvanecía.

—Está bien, Enid —dijo, su voz era clara, sin rastro de duda—. Voy.

—Es la hora de la verdad, Fénix —dijo Enid, y por primera vez, detectó una sombra de algo más que determinación en su voz: necesidad—. No hay vuelta atrás.

—Claro. Como siempre —respondió Fénix, una sonrisa amarga se dibujó en sus labios—. Pero esta vez será diferente. Esta vez no solo lo vamos a detener. Voy a sacarlo de Marcus. Cueste lo que cueste.

—Te esperamos —fue todo lo que dijo Enid antes de colgar.

Fénix guardó el teléfono. Se inclinó hacia el perro por última vez, rascándole detrás de la oreja.

—Nos vemos, amigo. Mi lugar no está aquí.

Se levantó. Su espalda se enderezó. La fatiga y la duda se desprendieron de él como una piel vieja, dejando al descubierto el núcleo de acero frío que siempre había estado allí. El perro lo miró marcharse, sin seguirle, entendiendo instintivamente que ese hombre ya no le pertenecía a la tranquilidad del parque.

Fénix caminó con una determinación que resonaba en cada paso. Berlín, con su fachada de normalidad, ya era un campo de batalla. Lo supo en sus huesos.

Y entonces, supo que no estaba solo.

Un cambio en la calidad del silencio, un frío familiar que no provenía del aire. Alzó la vista.

Alucard estaba apoyado contra el tronco de un tilo, como si hubiera estado esculpido en la sombra misma. Sus brazos cruzados, su sonrisa enigmática.

—Siempre te observo desde las sombras, Fénix —dijo, su voz un murmullo sedoso que solo Fénix podía oír—. No es espionaje. Es... apreciación del arte.

Fénix no se inmutó. Una sonrisa irónica, casi un verdadero reflejo, tocó sus labios.

—Vaya. Justo cuando el mundo está a punto de hacer explosión, decides dar la cara. ¿Viniste a darme uno de tus sermones crípticos, Alucard? ¿O solo a asegurarte de que no huya?

Alucard se rió, un sonido suave como el roce de la seda.
—Ambas cosas, si me lo permites. Pero hoy, el sermón es simple. —Su expresión se serenó, la diversión dando paso a una certeza absoluta—. Ya hay un claro ganador en esta guerra, Fénix. Y estoy mirándolo a los ojos.

Fénix lo miró fijamente, desafiante.
—No me hagas reír. Adán tiene el control de...

—¿Adán? —Alucard lo interrumpió, con desdén—. Adán es un parásito ruidoso con un complejo de divinidad. No. El ganador eres tú. No porque seas un dios. Sino porque, contra toda lógica, contra toda probabilidad, sigues de pie. Y no es terquedad. Es núcleo. Eso es lo que me demuestra que esto ya está decidido.

Fénix guardó silencio. Las palabras de Alucard, como siempre, encontraban su camino a través de sus defensas.

—Lo sé —continuó Alucard, como si leyera sus pensamientos—. Te entrené. Invertí tiempo en ti no para crear un soldado, sino para pulir un arma que ya existía. Te convertiste en algo más que un alumno. Eres un faro. Y los faros, querido Fénix, no se apagan con la tormenta; brillan más fuerte.

Fénix respiró hondo. "Un faro". La palabra resonó en él de una manera que "héroe" o "leyenda" nunca lo hicieron.

—No te preocupes —dijo Fénix, su voz era baja pero clara como el cristal—. No tengo intención de perder. No voy a dejar que ese maldito parásito gane.

Alucard asintió, una chispa de genuino respeto en sus ojos rojos.
—Eso es lo que me gusta oír. Aunque no estés solo en esto, mi fe está en ti. Siempre lo ha estado. —Hizo una pausa, su mirada se intensificó—. No se trata de poder, Fénix. Se trata de quién eres en la oscuridad, cuando nadie mira. Y tú... tú eres inquebrantable.

Fénix asintió lentamente. El peso de la expectativa no lo aplastaba; lo anclaba.




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