CAPÍTULO 52 : El Incidente en Washington - Parte II
La Casa Blanca. Sala Oval.
El silencio era lo más aterrador. No el silencio de la paz, sino el de la ausencia repentina de vida. El aire, pesado y cargado con el dulzón olor metálico de la sangre seca, no se movía. Las majestuosas paredes de la Sala Oval estaban salpicadas de un rojo oscuro y marrón, un grotesco fresco que narraba una masacre. Restos de lo que una vez fueron guardias y personal yacían esparcidos, meros trastos en el escenario de una obra macabra.
En el centro de este cuadro dantesco, Adán descansaba con la espalda apoyada contra el imponente escritorio Resolute, sus botas manchadas apoyadas con descaro sobre la superficie de madera noble. Una toalla de lino blanco, absurdamente limpia, cubría su rostro. Su pecho se elevaba y descendía con un ritmo pausado, como el de un hombre sumido en un sueño profundo.
La puerta se abrió sin un ruido. Irene se detuvo en el umbral, sus ojos fríos escaneando la carnicería sin pestañear. Avanzó, sus pasos silenciosos sobre el mármol ensangrentado.
—Adán —llamó, su voz un cortante hilo de sonido en la quietud.
No hubo respuesta. Solo la respiración constante.
—Adán —repitió, más firme—. Despierta.
Un movimiento lento, casi perezoso. La toalla se deslizó, revelando unos ojos que no tenían rastro de somnolencia. Brillaban con una lucidez perturbadora. Una sonrisa lenta se dibujó en sus labios.
—Irene… acabas de arruinar un momento perfecto.
Ella mantuvo los brazos cruzados, impasible.
—¿Perfecto?
—Oh, sí —murmuró él, incorporándose con la gracia fluida de un gran felino—. Soñaba con Fénix. Lo tenía justo donde lo quiero. Suplicando. Descompuesto. Y justo cuando iba a reventar su cráneo… tú apareces. Qué decepción.
Irene exhaló un suspiro, una chispa de exasperación en su mirada.
—Las fantasías pueden esperar. La realidad, no.
Adán se puso de pie, estirándose como si acabara de levantarse de una cama placentera. Ajustó los puños de su camisa, manchados de carmesí.
—¿Fantasías? Ese sueño, Irene, fue una premonión. Una inspiración. Fénix no es solo un obstáculo… es mi diversión final. Su derrota será mi obra maestra. Una lección que el mundo nunca olvidará.
—Para dar esa lección, primero debes escribirla —replicó ella, girando hacia la puerta—. Concentración. Esto es solo el prólogo.
Antes de salir, se detuvo.
—Y la próxima vez, no me hagas venir a despertarte.
La risa de Adán, baja y resonante, llenó la sala vacía.
—Siempre tan pragmática, querida. Muy bien. Terminemos esto. Que el chico sepa que su hora ha llegado.
Se dejó caer en el sillón presidencial, su sonrisa tan amplia y oscura como la promesa de dolor que flotaba en el aire. La cacería, por fin, comenzaba.
National Mall. Washington D.C.
La tarde era serena. La brisa otoñal jugueteaba con las hojas y llevaba el eco lejano de las risas de los turistas que rodeaban el Monumento a Washington. Fénix caminaba a través de la explanada verde, pero su mente estaba a kilómetros de distancia, en un lugar de sombras y recuerdos punzantes. No veía el obelisco, ni el cielo despejado. Solo el rostro de Adán y el fantasma de su última y humillante derrota.
Un par de manos se posaron con firmeza en sus hombros. Se tensó al instante, sus instintos disparándose, antes de que una voz familiar lo anclara de vuelta a la realidad.
—Si te concentras más en tus demonios que en tu entorno, acabarás muerto, Fénix.
Se giró y encontró a Enid de pie detrás de él. Llevaba un abrigo elegante y una expresión que oscillaba entre la preocupación y el fastidio.
—¿Nuevas tácticas de stealth, Enid? Casi me provocas un infarto —refunfuñó, aunque la tensión en sus hombros se disipó un poco.
Ella se colocó a su lado, siguiendo su mirada perdida.
—Alguien tiene que mantenerte con los pies en la tierra. ¿En qué estabas pensando?
—En nada —mintió, clavando las manos en los bolsillos de su chaqueta.
—Mentira —espetó ella sin rodeos—. Esa cara solo la pones cuando estás a punto de hacer algo estúpido o cuando estás asustado. Y usualmente es ambas.
Fénix guardó silencio por un momento, observando cómo el sol comenzaba a teñir el cielo de naranja.
—Quizás.
El silencio se extendió, cómodo a su manera. Finalmente, Enid fue al grano, como siempre.
—¿Qué esperas de hoy? De verdad.
La pregunta lo tomó por sorpresa. La consideró.
—Ganar.
—¿Eso es todo?
—Es lo único que importa —afirmó, y por primera vez hubo una chispa de convicción genuina en su voz—. No sé cómo. No sé a qué costo. Pero voy a derrotarlo.
Enid lo estudió, buscando algún rastro de la bravuconería habitual. No lo encontró.
—¿De verdad lo crees?
—Sí —respondió, mirándola directamente a los ojos—. Y no solo lo creo. Lo necesito.
Una sonrisa casi imperceptible tocó los labios de Enid.
—Eres un idiota arrogante.
—Es parte de mi encanto.
—Pero eres nuestro idiota arrogante —reconoció, dándole un golpe seco en el brazo—. Solo… no hagas ninguna locura. El plan es el plan.
Fénix esbozó su sonrisa sardónica característica.
—¿Yo? Seguir un plan? Jamás.
Ella puso los ojos en blanco, pero su siguiente frase fue completamente seria.
—Adán no es como nadie a quien te hayas enfrentado. Si de verdad crees que puedes con él, entonces yo confío en eso. Pero no olvides que no estás solo en esto. No cargues con todo tú.
Fénix asintió lentamente.
—Lo sé. Y por eso podemos ganar.
La tensión en el Perímetro de la Casa Blanca. En el Puesto de Mando Avanzado. era palpable. Vehículos blindados, francotiradores en los tejados, reflectores barriendo la oscuridad. El corazón del poder estadounidense se había convertido en una fortaleza bajo asedio.
Dentro de una carpa de mando abarrotada de pantallas y mapas tácticos, el equipo de Enid Corp se reunía con el General Hayes, un hombre con el rostro surcado de cicatrices y la autoridad de quien ha dirigido guerras.