CAPÍTULO 60 : El Incidente en Washington - Parte X
La funeraria en Washington estaba desolada, la luz tenue de las lámparas apenas iluminaba las filas de sillas vacías. El aire estaba denso, como si el lugar mismo intentara retener el silencio que pesaba en el ambiente. En el fondo, sobre la mesa cubierta de terciopelo negro, no había ataúd, no había cuerpo, solo una colección de flores marchitas y unas pocas velas encendidas. Los rincones, normalmente reservados para familiares y amigos, estaban vacíos. Ningún ser querido había venido a rendir homenaje a Lucio, un hombre cuya presencia, aunque breve en la vida de Fénix, había dejado una marca indeleble en su alma.
Fénix estaba solo, de pie frente a lo que se suponía era el lugar donde debería haber estado el cuerpo de su maestro. Con una ligera inclinación de la cabeza, observó las flores marchitas. La funeraria no estaba más que un reflejo de lo que fue la vida de Lucio: solitaria, ignorada, casi olvidada, incluso en su muerte. Fénix, que estaba acostumbrado a la ausencia, se encontraba aún más vacío por la indiferencia del mundo hacia alguien que, en su interior, había sido importante.
A pesar de no haber tenido una relación prolongada con Lucio, Fénix había aprendido de él cosas que no se enseñan en las academias de combate, cosas que no se adquieren a base de fuerza o poder. Lucio no era solo un hombre fuerte, sino un estratega. Había sido su maestro, pero no uno común. Lucio le mostró que no todo dependía de la fuerza física, de la brutalidad con la que Fénix estaba acostumbrado a resolver los problemas. Había enseñado a Fénix que la verdadera batalla se libraba en la mente, que todo tenía una táctica, un plan, una forma de manipular las situaciones sin necesidad de recurrir a la violencia directa.
—Lucio... —murmuró Fénix en voz baja, mirando la vacía mesa que representaba la última morada de su maestro—. No creí que fuera a ser yo quien terminara aquí, solo, diciéndote adiós en este sitio sin alma... pero supongo que es lo que esperabas de mí. Siempre dijiste que la soledad era la mejor compañera de un hombre que realmente entendiera la guerra. Quizás, solo quizás, tenías razón.
Fénix dio un paso hacia adelante, las palabras saliendo con una calma casi inquietante.
—Me enseñaste a pensar antes de golpear, a observar antes de actuar, y sobre todo, a no confiar en mis propios instintos si no podía controlar lo que no veía. Todo lo que soy ahora, Lucio, es por ti. Incluso si nunca lograste ver cuánto valoré tu enseñanza, al menos sabes que, de alguna forma, me preparaste para lo que soy hoy.
Las palabras flotaban en el aire, pero no había respuestas. Nadie había venido a este funeral, ni siquiera un vestigio del afecto de aquellos que alguna vez pudieron haber sido cercanos a Lucio. Solo Fénix, solo la oscuridad que envolvía el lugar, y la certeza de que incluso los maestros más sabios pueden desaparecer en el olvido.
—Te lo prometo, Lucio —continuó Fénix, su voz firme, aunque vacía—. Seguiré adelante con tus lecciones. La batalla no acaba aquí. La guerra sigue, de alguna forma. Y en cada movimiento, en cada estrategia, estarás conmigo. En silencio, como siempre estuviste. Quizás eso sea lo único que realmente importa. Que las lecciones sobrevivan, aunque los hombres no.
Fénix se quedó unos momentos más, mirando el vacío de la funeraria, como si esperara que en algún momento alguien viniera a darle sentido a todo aquello. Pero la espera no llegó, y al final, Fénix suspiró y se dio la vuelta, dirigiéndose a la puerta con pasos lentos, sabiendo que el verdadero adiós nunca fue para Lucio, sino para el mundo que lo había ignorado.
—Adiós, maestro —dijo en voz baja antes de salir—. Nos veremos en otra batalla.
El aire pesado del búnker se sentía denso, casi opresivo. El lugar, usualmente funcional y frío, estaba en silencio mientras los miembros del equipo de Fénix se encontraban sentados en los sillones, agotados, con sus mentes sumidas en los eventos recientes. Lucian, Vanessa, Enid y Marcus, quien ahora se encontraba parcialmente vendado por las heridas sufridas en la batalla, se habían reunido allí tras el caótico enfrentamiento. La tensión era palpable. El sonido del zumbido de las luces fluorescentes era lo único que rompía el silencio.
En una de las sillas, el presidente George W. Bush se encontraba recostado, observando a los jóvenes con una mirada que parecía buscar respuestas, o quizás, una manera de calmar las aguas del caos que rodeaba a todos. Él había sido testigo de los eventos que habían tenido lugar y ahora, tras las feroces luchas, se encontraba buscando algún tipo de resolución, algo que permitiera seguir adelante.
—Gracias a todos —comenzó Bush, su tono grave y solemne—. Sé que las cosas no han sido fáciles... pero todos han hecho un trabajo admirable. Nadie hubiera esperado que llegáramos hasta aquí y... bueno, ustedes lo han logrado.
Hubo un momento de silencio mientras Bush miraba a cada uno de los miembros del equipo, reconociendo de alguna forma sus sacrificios. Después, un suspiro cansado salió de sus labios mientras su mirada se deslizaba hacia la puerta, como si esperara que Fénix entrara en cualquier momento.
—¿Y Fénix? —preguntó Bush, su voz más suave de lo que había sido durante toda la conversación.
Lucian, que estaba reclinado en su sillón, observó a Bush con una ligera sonrisa irónica.
—Fue a... el funeral de Lucio —dijo, como si ese fuera un dato no solo relevante, sino también algo natural en medio del caos.
Bush levantó una ceja, pensativo.
—Lucio... —repitió, procesando el nombre en su mente—. Entiendo.
—Sí —intervino Enid, con su tono firme y seguro, a pesar de la evidente fatiga en sus ojos—. Ahora que hemos cerrado ese capítulo, debemos abordar lo siguiente.
Ella miró directamente al presidente, como si le exigiera respuestas.
—¿Cómo vamos a ocultar lo que pasó? Lo que ocurrió no puede llegar a la sociedad. Ya hemos visto cómo el mundo está al borde del colapso... y si esto se difunde, la gente perdería toda esperanza.