CAPÍTULO 62 : El Incidente en Washington - Parte XII
Los pasillos de la sede de Enid Corp en Berlín estaban tranquilos, casi desiertos. Las luces tenues iluminaban las paredes, mientras una ventana panorámica ofrecía una vista espectacular de la ciudad. Fénix se encontraba allí, observando cómo la luna llena comenzaba a asomarse en el horizonte, su resplandor bañado en plata iluminando los tejados y las calles. Había una calma inusual en el aire, pero su mente estaba lejos de encontrar paz.
De repente, una presencia conocida interrumpió su soledad. Sin necesidad de girarse, Fénix supo quién estaba allí.
—Vaya, vaya, si es el hombre de la noche —comentó Alucard con su tono característico, entre burlón y solemne, mientras se apoyaba contra la pared junto a Fénix—. ¿Qué haces aquí, contemplando la luna como un poeta trágico?
Fénix sonrió ligeramente, sin apartar la vista del paisaje.
—A veces, incluso los monstruos necesitamos un momento para disfrutar de algo bello.
Alucard lo observó en silencio por un instante, luego rompió la calma con una risa breve.
—Tienes razón, aunque "bello" no es lo primero que pienso al verte. Sin embargo, esta vez debo reconocer algo. Lograste derrotar a Adán. Él no era cualquier enemigo, Fénix. Fue el primer licántropo. Eso no es poca cosa.
Fénix inclinó ligeramente la cabeza, aceptando el cumplido implícito, pero sin dejar de mirar la luna.
—¿De verdad? ¿Tú, el gran Alucard, reconociendo a alguien? ¿Es esto un sueño?
Alucard chasqueó la lengua, divertido.
—No te hagas el humilde. Lo que hiciste fue impresionante. Aunque debo decir que ahora tienes mi atención. Ya no eres solo un peón en este tablero; eres algo más.
Fénix se giró hacia él lentamente, sacando algo de su bolsillo interno. Una pequeña caja. La abrió, revelando la medalla de honor que había recibido del presidente. Sin decir una palabra, la lanzó en dirección a Alucard con un movimiento casual.
Alucard, con una precisión perfecta, la atrapó en el aire entre sus dedos, examinándola con una ceja alzada.
—¿Qué se supone que haga con esto? —preguntó, divertido.
Fénix le dio una mirada seria, aunque con un destello de sarcasmo en los ojos.
—Guárdala. Y el día que yo muera, si eso llega a pasar, colócala sobre mi tumba.
Alucard lo miró fijamente, como si estuviera evaluando el peso de esas palabras. Luego, asintió lentamente, con una leve sonrisa en los labios.
—Hecho. Pero no te preocupes, mon cher. Tú y yo sabemos que la muerte no es más que una pausa en nuestra existencia.
Fénix esbozó una sonrisa cansada, volviendo la vista hacia la luna llena.
—Quizás tengas razón. Pero, mientras tanto, tenemos muchas lunas más que observar, ¿no crees?
Alucard asintió, guardando la medalla en el bolsillo interior de su abrigo con un gesto teatral. Luego se apartó de la pared y comenzó a alejarse por el pasillo, su silueta desapareciendo en la penumbra.
—Disfruta de la vista, Fénix. La próxima vez que nos veamos, quizá tengamos que preocuparnos menos por la luna y más por las sombras que se esconden bajo su luz.
Y con eso, Alucard se desvaneció en la oscuridad, dejando a Fénix solo frente a la majestuosidad de la noche.
Fénix permaneció unos momentos más frente a la ventana, disfrutando del brillo plateado de la luna llena y de la breve calma tras tantos días de caos. Sin embargo, esa tranquilidad pronto se rompió cuando sintió la vibración de su celular en el bolsillo. Lo sacó con una mano y vio un mensaje de texto.
Era de Enid.
"A la medianoche. En la azotea del edificio. No llegues tarde."
Fénix esbozó una leve sonrisa. Era tan típica de Enid, siempre directa y críptica al mismo tiempo. Cerró el teléfono y lo guardó de nuevo, apoyándose contra el marco de la ventana.
—Una cita a la luz de la luna, ¿eh? Qué romántico, jefa.
Aunque el comentario era sarcástico, no podía evitar pensar en lo que realmente podría querer Enid. No era el tipo de persona que se molestara en enviar mensajes para algo trivial.
Dejó escapar un suspiro y, hablando consigo mismo en voz baja, como solía hacer en momentos de introspección.
—Adán está fuera del tablero. Eso es un alivio, supongo. Pero esto no ha terminado. —Su tono era serio, casi frío—. Viktor sigue ahí, moviendo las piezas desde las sombras, y Darem... ese lunático no se va a quedar quieto.
Fénix cerró los ojos un instante, inclinando la cabeza hacia atrás mientras sus pensamientos se arremolinaban.
—Antigen no va a detenerse. Lo que pasó en Washington no los va a asustar, al contrario. Ahora saben que soy una amenaza real.
Sus ojos se abrieron lentamente, y un destello de determinación cruzó su mirada.
—Esto no es más que el comienzo.
Se separó de la ventana y comenzó a caminar por el pasillo. Si algo había aprendido en los últimos días era que las pausas eran un lujo que no podía permitirse. Había muchos enemigos, demasiados cabos sueltos, pero también sabía que enfrentaría cada uno de ellos, como siempre lo hacía: con fuerza, con estrategia y, cuando fuera necesario, con pura testarudez.
Con un último vistazo a la luna llena, se dirigió hacia el ascensor. Todavía faltaban unas horas para la medianoche, pero ya tenía claro que esa conversación en la azotea sería importante. Con Enid, siempre lo era.
En un laboratorio subterráneo de Antigen, la atmósfera era estéril y tensa. Las luces blancas brillaban intensamente, reflejándose en las superficies metálicas y en los cristales de las cámaras d contención. Viktor estaba de pie frente a una de las paredes de cristal templado, observando el bullicio de los científicos al otro lado. Su rostro estaba estoico, pero en sus ojos brillaba una mezcla de impaciencia y ambición.
Un hombre vestido con una bata blanca impecable se le acercó. Era el doctor Heinrich Volkov, el jefe del departamento de desarrollo genético. Llevaba una tableta electrónica en la mano y se detuvo a un metro de Viktor, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto antes de hablar.