CAPÍTULO 65 : Su nombre es Azazael
El sol moría lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo sangriento. Las nubes eran pinceladas de humo grisáceo que se confundían con las columnas reales que emergían de la tierra rota. Allí, donde alguna vez hubo un campo de batalla, ahora sólo quedaban ruinas calcinadas y cuerpos sin nombre, desmembrados, olvidados por el tiempo y por la historia.
En medio del silencio sepulcral, entre la ceniza y el polvo, se alzaba una figura inhumana.
Medía más de dos metros y medio, de hombros anchos como puertas de fortaleza, con músculos que parecían forjados en la piedra. Su piel era curtida, manchada de tierra, sangre seca y memoria. Llevaba un abrigo hecho con piel de bestias, cubriéndole la espalda como si fuera el rey de algún infierno ancestral. Su rostro era brutal, sus ojos —uno de ellos de pupila vertical, como el de un reptil— brillaban con indiferencia mientras masticaba con lentitud un pedazo de carne humana, aún sangrante. Se oía el crujir de tendones entre sus dientes, como si devorara no solo carne, sino el pasado de aquel muerto.
Tranquilo. Sereno. Como si ese acto fuera lo más natural del mundo.
Entonces, pasos. Uno, dos, y luego el crujir de ramas y huesos bajo botas firmes. Una figura se acercó desde el borde de las ruinas: un hombre de mediana edad, rostro pálido, marcado por una cicatriz profunda que le cruzaba la frente de lado a lado, con una línea de suturas aún visibles como una grotesca corona de hierro.
El hombre se detuvo a unos metros del monstruo. Luego, sin decir palabra, se arrodilló ante él.
—Azazael... —murmuró con reverencia, la voz rota por el cansancio o la obediencia.
La bestia alzó la mirada, sin dejar de masticar. Observó al recién llegado como si fuera un insecto que se le había posado en el hombro. Hubo un largo silencio. El crepitar de las brasas lejanas parecía ser lo único que respiraba.
—¿Sigues vivo, Malakor? —gruñó Azazael finalmente, con una sonrisa torcida y salvaje, donde los colmillos asomaban como dagas.
—A duras penas —respondió Malakor con una inclinación de cabeza—. He venido a hablarte... de un nombre.
Azazael escupió un hueso al suelo.
—Que sea bueno.
—Hace diez años, me topé con un descendiente tuyo —dijo Malakor, clavando la mirada en el polvo—. Un tal... Fénix Roger.
El silencio fue inmediato, roto luego por una carcajada que hizo vibrar las piedras. Azazael se inclinó hacia atrás, riendo desde las entrañas como si se burlara del universo entero.
—¿Un descendiente mío? No me importa en lo más mínimo. Que arda o gobierne, me da igual.
—No deberías ignorarlo —insistió Malakor, sin levantar la vista—. Ese nombre volverá a ti... más pronto de lo que imaginas.
Azazael lo miró por un largo instante. Luego se puso de pie, su sombra cubriendo a Malakor como una lápida viva.
Malakor se puso en pie lentamente, sacudiéndose el polvo de las rodillas. No parecía temer a la criatura frente a él, aunque el ambiente era denso, casi irrespirable. A su alrededor, el campo de batalla muerto parecía escuchar cada palabra con atención de espectro.
—Nos volveremos a ver, Azazael —dijo con voz firme, pero sin arrogancia—. No sé si como aliados o enemigos, pero ese día llegará.
El gigante no respondió de inmediato. Solo lo observó con sus ojos de reptil, entrecerrados, como si lo midiera por última vez. Malakor dio media vuelta y comenzó a alejarse entre las ruinas, su figura reduciéndose entre las sombras del crepúsculo hasta desaparecer por completo.
Azazael permaneció en silencio, inmóvil. Solo cuando estuvo seguro de que Malakor se había ido, inclinó ligeramente la cabeza y esbozó una sonrisa cargada de cierta malicia.
—Hijos... —murmuró para sí mismo, dejando caer el trozo de carne que aún sostenía—. Cuántos habrán salido de mi sangre...
Levantó la vista hacia el cielo anaranjado, ya casi negro, donde las últimas luces se extinguían como brasas moribundas. Aquel pensamiento —mezcla de orgullo, desinterés y un retorcido instinto ancestral— lo llevó a recordar las décadas que había recorrido el mundo, dejando su huella en lugares olvidados por Dios y el hombre. Nunca se preocupó por lo que dejaba atrás. Nunca le importó.
Pero ahora... un nombre resonaba con un eco extraño: Fénix Roger.
Azazael cerró los ojos por un instante. No sabía si era intuición, memoria dormida o un presentimiento nacido del caos, pero algo en sus entrañas le decía que ese nombre volvería a cruzarse en su camino.
Y cuando eso ocurriera... algo cambiaría.
La sonrisa volvió a su rostro. No por afecto. Ni siquiera por interés. Era la sonrisa de un depredador que olfatea a otro, aún sin haberlo visto.
—Nos veremos, pequeño... si es que llegas tan lejos.
El viento sopló con fuerza entre los restos del campo de batalla, alzando cenizas y huesos rotos como si la tierra misma se estremeciera. Y en medio de ese mundo que ya no tenía alma, Azazael se quedó solo, esperando el día en que su pasado y su linaje colisionaran con fuego y destino.