CAPÍTULO 66 : El Uber Lycan
Varias lunas llenas después...
El aire de Berlín en el año 2000 estaba cargado de polvo y tensión. Frente a un edificio en obras, las luces rojas y azules de los patrulleros bañaban la fachada inconclusa. Decenas de policías habían rodeado la construcción, pero ninguno se había atrevido a entrar. En lo alto, tras los ventanales sin terminar, la silueta de George Oliva —uno de los traficantes más temidos de Europa— se movía como una sombra inquieta.
Cámaras de televisión y reporteros se agolpaban detrás del cordón policial.
—Señoras y señores, estamos aquí en vivo desde el centro de Berlín —anunció uno de los entrevistadores, abrigado con una chaqueta empapada por la llovizna—. El edificio está completamente rodeado, pero la policía aún no ha logrado entrar. George Oliva, el hombre que controla gran parte del tráfico en Alemania, se encuentra atrincherado con un grupo de hombres armados hasta los dientes.
Otro periodista añadió con tono grave:
—La situación es extremadamente delicada. Según fuentes oficiales, el gobierno ha solicitado ayuda externa para resolver esta crisis.
Un poco más atrás, bajo una carpa militar improvisada, varios altos mandos de la policía y políticos de Berlín discutían en voz baja. El ambiente estaba cargado de nervios, hasta que la atención se centró en una mujer de porte elegante y mirada penetrante: Enid Drakewood.
Un comisario, con la gorra entre las manos, se adelantó.
—Disculpe, señorita Drakewood... —dijo con voz insegura—. El gobierno ha contratado a Enid Corp. para liderar esta operación. Pero... ¿por qué enviar a un solo hombre contra George Oliva? Todos sabemos que ese criminal está rodeado de hombres armados.
Enid dejó escapar una breve risa, como si la pregunta le pareciera ingenua.
—Porque esto ya está hecho, comisario.
El silencio se apoderó de la carpa. Los políticos se miraron entre sí, confundidos. El comisario insistió:
—¿Cómo puede estar tan segura? Ni siquiera hemos visto movimiento dentro del edificio.
Enid cruzó los brazos, su expresión se volvió más seria y su tono adquirió un matiz frío.
—Porque todos ustedes no saben a quién he mandado.
La tensión en la carpa aumentó. Nadie se atrevió a pronunciar el nombre, pero en el fondo todos conocían la respuesta.
El murmullo dentro de la carpa se volvió más intenso, hasta que uno de los políticos golpeó suavemente la mesa para reclamar la palabra.
—Señora Drakewood —preguntó con escepticismo—. ¿de verdad confía en que un solo hombre pueda hacer lo que ni toda la fuerza policial ha logrado?
Enid se acomodó el abrigo, con una calma que contrastaba con la tensión general.
—No confío —respondió con una ligera sonrisa—. Estoy absolutamente segura.
El comisario frunció el ceño.
—Explíquese.
Enid avanzó un paso, dejando que su mirada recorriera a cada uno de los presentes antes de responder:
—Ese hombre no es un soldado común, ni siquiera un agente entrenado en academias. Es alguien que ha caminado por el filo de la muerte más veces de las que cualquiera de ustedes puede imaginar. Es mi mejor recurso, mi carta definitiva.
—¿Su nombre? —preguntó otro de los oficiales, con voz temblorosa.
Enid se inclinó hacia delante, con el tono de quien revela un secreto que todos temen escuchar.
—Fénix Rogers. El mejor agente de Europa.
Un silencio sepulcral se apoderó de la carpa. Afuera, la llovizna seguía golpeando el techo de lona como un tambor apagado, mientras dentro todos comprendían que, de un modo u otro, esa noche estaba a punto de quedar marcada en la historia.
El interior del edificio en obras estaba oscuro, apenas iluminado por algunas bombillas colgantes que parpadeaban. El eco de los pasos de Fénix retumbaba mientras subía las escaleras de cemento, ajustándose con calma la corbata negra.
—Bueno, Rogers... —murmuró para sí, con esa chispa de sarcasmo en la voz—. Otra noche tranquila en Berlín.
Al llegar al rellano, cuatro hombres armados lo esperaban. En cuanto lo vieron, levantaron sus fusiles. Fénix alzó las manos, como si realmente pensara rendirse.
—Señores, por favor... ¿no podemos hablar como caballeros? —ironizó, ladeando la cabeza—. O al menos esperar a que termine de arreglarme la corbata.
El único silencio fue el del plomo. Las balas silbaron y Fénix rodó hasta cubrirse tras una mesa tirada en el suelo.
—Uno, dos, tres... cuatro idiotas. Perfecto. —contó en voz baja mientras desenfundaba su Matilda, un arma que brillaba bajo la poca luz.
Con precisión quirúrgica, disparó dos veces. Dos hombres cayeron sin siquiera terminar de gritar. Fénix salió de la cobertura y, esquivando balas con movimientos fluidos, alcanzó al tercero con un brutal puñetazo en la mandíbula que lo dejó inconsciente. Al cuarto lo tomó del cuello y le estampó un cabezazo seco que lo derrumbó, temblando en estado de shock.
Fénix se limpió las manos con parsimonia, chasqueando la lengua.
—Y pensar que me habían vendido esto como un reto.
El sonido de los disparos lo interrumpió. Cuatro impactos secos lo alcanzaron en la espalda. Fénix se tambaleó, maldijo con furia y giró en busca del responsable. Uno de los matones, aún con vida, temblaba mientras sostenía el arma humeante.
—Mala idea... —gruñó Fénix.
De un solo golpe, le partió el cráneo en dos contra la pared. La sangre se mezcló con el polvo del cemento. Fénix, jadeante, apretó los dientes mientras el dolor lo atravesaba como fuego líquido.
—Mierda... —escupió, llevándose una mano a la herida.
El instinto hizo que activara su regeneración, pero esta vez las heridas no cerraban. Al contrario, las balas le ardían bajo la piel, como si lo quemaran desde dentro.
—Plata... —murmuró con rabia contenida—. Hijo de puta...
El dolor se intensificó. Cada intento de su cuerpo por sanar solo hacía que la carne se consumiera más. Fénix comprendió rápido: esas balas no lo dejarían recuperarse.