CAPÍTULO 73 : La gran fiesta-2
Desde una mesa lejana, alguien observaba la escena. Era un hombre enorme, al menos dos metros con cincuenta y cinco de altura, con los pies apoyados sobre la mesa como si estuviera en su propio territorio. Sus hombros eran tan anchos que parecían los de un gigante, la piel curtida y marcada por cicatrices que hablaban de un pasado lleno de batallas. Su presencia imponía incluso sin moverse.
El sujeto sonrió de forma despectiva y alzó la voz:
—Así que este... deja pasar una pelea como si no tuviera sangre en las venas. Qué decepción.
El comentario fue como un dardo. Varias miradas se giraron hacia ellos. Fénix apretó la mandíbula, levantando la cabeza.
—No es cobardía, es saber cuándo pelear —replicó con un tono firme, aunque con un deje de ironía.
El hombre chasqueó la lengua, claramente molesto. Con un movimiento lento, pesado y casi ritual, retiró los pies de la mesa y se incorporó. Al ponerse de pie, su altura eclipsó la escena. Una luz deslumbrante, un aura casi cegadora, comenzó a irradiar de su cuerpo. El ambiente se tensó, y por un instante Fénix sintió cómo el aire se volvía denso.
"Demasiado alto... joder... su sola presencia me hace temblar..." pensó Fénix, su corazón golpeando con fuerza.
El sujeto caminó hasta quedar frente a él. La diferencia de estatura era intimidante; parecía una montaña viva. El silencio era absoluto. La voz del hombre retumbó directamente en la mente de Fénix, como si hablara sin necesidad de palabras.
—¿Esto es todo lo que eres? ¿Un perro de las excusas, un muchacho que se esconde detrás de excusas? —la voz era grave, profunda, como un eco que resonaba en el cráneo de Fénix.
Fénix tragó saliva, intentando mantenerse firme. Su cuerpo lo traicionaba, quería retroceder, pero sus pies permanecieron clavados en el suelo.
—¿Quién... eres tú? —preguntó, la voz temblándole apenas.
El hombre sonrió, inclinándose lo suficiente para que sus ojos quedaran a la altura de los de Fénix, aunque seguía pareciendo un gigante.
—Azazael —pronunció, cada sílaba cargada de un poder que erizó la piel de todos los presentes.
Fénix sostuvo la mirada, aunque el miedo le carcomía por dentro. Dio un paso hacia adelante y respondió con la voz más firme que pudo reunir:
—Fénix Roger.
Azazael arqueó una ceja, como evaluándolo, midiendo cada latido de su corazón. Y entonces, la tensión en el ambiente se hizo casi insoportable.
Fénix aún lo miraba fijamente, sus pupilas intentando desafiar la abrumadora altura del sujeto. El ambiente seguía cargado, pesado, como si la taberna hubiese olvidado respirar. Entonces, Azazael, con esa voz profunda que parecía surgir de las entrañas de la tierra, entrecerró los ojos y lanzó una pregunta inesperada:
—Dime, mocoso... ¿acaso tu madre se llamaba Elizabeth?
El corazón de Fénix se detuvo un instante. No necesitó responder; su leve temblor en las manos, el brillo de sorpresa en sus ojos, la contracción involuntaria de sus labios... todo lo delató. Azazael lo comprendió al instante. Su rostro endurecido se suavizó apenas, pero no por ternura, sino por el peso de una verdad revelada.
—Así que... es cierto —susurró, dejando caer sus pies de la mesa con un estruendo seco—. Eres mi descendencia.
El silencio se quebró como un cristal. La mesa del grupo de Fénix quedó muda, nadie se atrevía a decir una palabra. Enid, Lucian, Marcus... todos parecían petrificados.
Azazael dio un paso al frente y su sombra cubrió por completo al lycan.
—Hijo —dijo con una convicción brutal.
Fénix apretó los dientes y retrocedió un paso, con el rostro crispado por la furia y la negación.
—¡No me llames así! —escupió con un tono áspero—. Yo no soy tu hijo. Tú... tú no eres nada para mí.
Los murmullos de los presentes crecieron, como si fueran olas golpeando una costa invisible.
Azazael inclinó ligeramente la cabeza, sin apartar sus ojos de él.
—Eres testarudo, igual que ella... —musitó con una mezcla de melancolía y reproche—. Pero sigues siendo sangre de mi sangre.
—¡Cállate! —Fénix alzó la voz, temblando de rabia contenida—. No intentes apropiarte de lo que nunca fuiste. Si realmente fueras mi padre, habrías estado allí... no ahora, no en este circo, no jugando a intimidarme.
El rostro de Azazael se endureció por completo, y su aura, brillante como un sol carmesí, se expandió. La presión en el aire hizo que varias copas sobre las mesas estallaran, que las maderas del suelo crujieran como si fueran a partirse.
Con voz grave y cortante, como un trueno en medio de la taberna, tronó:
—Mocoso malcriado. No tienes idea de a quién le estás faltando el respeto.
Un escalofrío recorrió la espalda de Fénix. El instinto le gritaba que corriese, pero la soberbia lo mantenía de pie, desafiando esa tormenta viviente.
Azazael desapareció en un parpadeo. Nadie lo vio moverse, ni siquiera los ojos entrenados de Marcus. Un susurro de viento fue lo único que delató su desplazamiento.
De repente, Fénix sintió un ardor punzante y un sonido seco resonó:
¡PAF!
Una nalgada brutal, cargada de fuerza sobrenatural, impactó contra él. El golpe no solo humilló: lo lanzó volando como si fuera un muñeco de trapo. Su cuerpo atravesó varias sillas, chocó contra una mesa y terminó estrellándose contra la fuente del centro de la taberna. El agua se elevó como una cascada desordenada, empapándolo por completo.
El joven lycan salió tambaleando, con la respiración entrecortada, las mejillas ardiendo de vergüenza y los ojos vidriosos. Una lágrima resbaló por su mejilla, no tanto de dolor físico, sino del ultraje.
—¡Eso... realmente me dolió, maldito! —gritó con un hilo de voz quebrada, golpeando el suelo con el puño.
La taberna entera estalló en carcajadas nerviosas, incapaces de contenerse ante la escena, aunque muchos bajaron la mirada de inmediato al sentir la presión de Azazael.