CAPÍTULO 75 : La invitación
La habitación del hotel estaba envuelta en penumbra. Solo la luz azulada de la ciudad se colaba entre las cortinas, iluminando a medias la silueta de Fénix. Estaba sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y las manos cubriéndose el rostro. Su respiración era entrecortada, como si luchara contra algo que lo asfixiaba desde dentro.
Enid, sentada a su lado, lo observaba con un gesto sereno, aunque en sus ojos había una tristeza callada.
—No puede ser... —murmuró Fénix, apretando los dientes—. Ese sujeto... ese monstruo... ¿mi padre? No. Eso es una mentira, una jodida broma cruel.
—Fénix... —susurró Enid, intentando tocarle el hombro.
Él apartó la mano con brusquedad, como si temiera quebrarse más con un solo gesto de ternura.
—¡No! ¡No lo digas! Ese bastardo no tiene nada que ver conmigo. No quiero que lo tenga. No quiero que ni su sombra me toque.
Enid respiró hondo, tratando de mantener la calma.
—Lo entiendo. Sé lo que sientes... pero, Fénix, tienes que escucharme.
—¿Escucharte? —Fénix alzó la cabeza, con los ojos enrojecidos de rabia contenida—. ¿Qué quieres que escuche? ¿Que toda mi vida no fui más que el resultado del experimento fallido de un monstruo? ¿Que mi sangre está podrida desde el principio?
Enid bajó la mirada unos segundos, pero luego lo encaró con firmeza.
—No es eso. Es... que ahora todo encaja. Tu resistencia al suero Über Lycan... no fue suerte, ni milagro. Fue porque tu cuerpo estaba preparado. Tus genes no lucharon contra el suero, se adaptaron. Esa resistencia vino de él, Fénix.
El silencio se volvió más pesado que cualquier ruido. Fénix quedó inmóvil, como si esas palabras hubieran terminado de romper algo dentro de él. Bajó la cabeza y se rió, una risa seca, vacía, amarga.
—Genial. —escupió con sarcasmo—. Así que no soy fuerte por mí. No sobreviví por lo que soy... sino porque llevo dentro la maldita herencia de un asesino. Todo lo que logré... todo lo que pensé que era mío... ¡es suyo!
Se levantó de golpe, caminando por la habitación como un animal enjaulado. Golpeó la pared con el puño, dejando una marca.
—¡No! ¡No voy a aceptarlo! Ese monstruo no es mi padre. Nunca lo será. Prefiero morir antes que admitir que comparto algo con él.
Enid lo observó en silencio, con los ojos brillando. Luego se levantó también y se le acercó despacio.
—Fénix, mírame... —le dijo con suavidad.
Él negó con la cabeza, temblando de ira.
—No. No quiero escucharlo.
—Fénix... —ella colocó una mano en su mejilla, obligándolo a alzar la mirada hacia sus ojos—. Nadie elige de quién hereda la sangre. Pero tú sí elegiste quién eres. No eres él. No lo serás nunca.
La voz de Enid era firme, pero temblaba de emoción.
—¿Quieres saber la verdad? Si tus genes te hicieron sobrevivir, fue solo para darte la oportunidad de ser tú, no su sombra. Y lo que eres ahora... no lo forjó Azazael. Lo forjaste tú, con tus heridas, con tus decisiones, con todo lo que sufriste.
Fénix la miró, con los ojos húmedos, roto, pero incapaz de soltar la rabia que lo carcomía.
—Pero... está en mí. Su maldita sangre... corre en mí...
Enid apoyó su frente contra la de él, cerrando los ojos.
—Entonces que corra. Y que esa sangre se consuma luchando contra lo que él representa. Ese es tu destino. No ser como él... sino derrotarlo.
Fénix se quedó en silencio, respirando con dificultad, mientras por dentro sentía que su mundo se derrumbaba y a la vez se encendía una chispa de fuego en lo profundo de su pecho.
Un silencio tenso flotaba en la habitación. Fénix seguía con la frente apoyada en la de Enid, cuando un suave roce lo sacó de ese instante: algo se deslizó bajo la puerta y se detuvo sobre la alfombra.
Enid giró la cabeza y lo vio: un sobre grueso, color marfil, con un sello de cera negra marcado con un extraño símbolo que parecía un par de alas abiertas.
—¿Qué demonios...? —murmuró Fénix, frunciendo el ceño.
Enid lo recogió con cautela. El sobre estaba perfumado con un leve aroma a madera quemada y cuero viejo, un detalle tan imponente como inquietante. Rompió la cera con cuidado y desplegó la carta.
Su voz, suave, empezó a leer:
—"Querido Fénix: Sé que nuestra primera charla no fue precisamente... cálida. Tal vez fui un poco duro contigo, pero verás, así soy yo. No me gusta adornar las cosas. Sin embargo, tengo algo que quiero proponerte: acompáñame mañana por la noche al restaurante más caro de Vladslavia. Será una cena entre padre e hijo... nada más. No te preocupes, no habrá golpes ni lecciones. Solo quiero conocerte mejor, sin testigos, sin interrupciones. El lugar es discreto, aunque estoy seguro de que sabrás cuál es: el Imperial. No hace falta que respondas. Solo preséntate, si tienes el valor."
Enid levantó la vista de la carta. El rostro de Fénix estaba ardiendo de furia contenida. Sus puños temblaban y sus dientes rechinaban.
—¡¿Está de broma?! —explotó, arrebatándole la carta y arrugándola—. ¡Después de todo lo que hizo, de cómo me humilló, de cómo me trató, ahora quiere que me siente a cenar con él como si nada?!
Se puso de pie, lanzando la carta contra la pared.
—¡Ni loco! ¡No pienso ir a ninguna maldita cena con ese monstruo! ¡Que se trague su "Imperial"!
Enid permaneció tranquila, observando la tormenta en él. Luego caminó despacio hasta colocarse frente a Fénix.
—Lo entiendo. Y créeme, yo tampoco querría estar en tu lugar. Pero escucha algo, Fénix... —su voz bajó un tono, volviéndose seria—. Hay cosas que solo se aprenden mirando al enemigo directamente a los ojos.
Fénix la miró, con los labios apretados y la respiración descontrolada.
Enid lo sostuvo con la mirada, firme, casi como una orden disfrazada de consejo.
—Si no puedes soportar cenar con él, ¿Cómo piensas derrotarlo?