CAPÍTULO 77 : La provocación
El silencio pesaba sobre el salón del piso 24. La tensión entre padre e hijo seguía marcada, pero Azazael, con su porte imponente y mirada penetrante, dejó escapar una sonrisa apenas perceptible. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa con un gesto que era a la vez cercano y amenazante.
—Sabes... —comenzó con voz grave, profunda—, estoy orgulloso de ti, Fénix. Del hombre en el que te has convertido. Tienes fuerza, tienes presencia... incluso cuando me desafías, cuando me miras con ese rencor que hierve en tu sangre. Eso... eso es digno de un hijo mío.
Fénix entrecerró los ojos, con el ceño fruncido. No respondió al instante; la frialdad en su rostro contrastaba con el peso de las palabras de su padre.
—¿Orgulloso? —repitió con ironía, casi escupiendo la palabra—. No tienes derecho a decir eso. No estuviste ahí. No me formaste, no me levantaste cuando caía. ¿Y ahora vienes a reclamar méritos?
Azazael soltó una risa baja, que resonó en el salón vacío. No era burlona, pero sí inquietante, como si la oscuridad misma le acompañara.
—Precisamente por eso estoy orgulloso. Porque sobreviviste sin mí. Porque, aun cargando con la ausencia de tu padre, sigues aquí, de pie, fuerte... un verdadero lobo en un mundo de corderos. No necesito excusas ni perdones para ver lo que eres. Y lo que eres, hijo, es la prueba de mi sangre.
Fénix apretó la mandíbula, sus dedos se crisparon sobre la copa vacía, pero algo en la manera en que Azazael lo miraba —esa mezcla de dureza y afecto extraño, casi retorcido— le heló por dentro.
Azazael se recostó en su asiento, aún con la misma sonrisa perturbadora, y añadió con un tono más bajo:
—Me enorgullece más verte así, ardiendo contra mí, que doblegado ante cualquiera. Eso es lo que siempre quise de ti, aunque nunca lo dijera en voz alta.
El ambiente se cargó de un aire pesado, paternal y al mismo tiempo amenazante, como si el orgullo de Azazael fuera tanto un reconocimiento como una sentencia.
El ambiente cargado en el piso 24 se volvió aún más denso cuando Azazael dejó escapar unas palabras con tono sereno, casi nostálgico:
—Tienes mucho de mí, hijo... pero cuando te miro de frente, lo que más veo es a tu madre. A Elizabeth.
La mención del nombre fue como una chispa en un barril de pólvora. Fénix se levantó de golpe, los ojos encendidos, y con un rugido de furia volcó la mesa hacia su padre. El impacto retumbó en el salón, copas y platos salieron volando, el vino se derramó como sangre sobre el suelo de mármol.
Fénix retrocedió de inmediato y adoptó una postura de guardia, respirando con fuerza, los músculos tensos, preparado para todo.
Azazael, en cambio, no reaccionó con violencia. Lentamente, con la calma de un depredador seguro de su dominio, se incorporó de su asiento. Su imponente figura eclipsó las luces del salón, proyectando una sombra que se cernía sobre Fénix.
—Veo que voy a tener que enseñarte modales —dijo con voz grave, sin elevar el tono, pero cada palabra pesaba como una losa.
De pronto, sin saber por qué, Fénix comenzó a temblar. Un sudor frío le recorrió la frente, su respiración se volvió irregular, y sus piernas amenazaban con ceder. No había golpe ni ataque, pero la sola presencia de su padre lo paralizaba.
Azazael dio un paso al frente, clavando en él su mirada ardiente.
—Escúchame bien, Fénix —susurró, con un tono que helaba la sangre—. Tu rabia me divierte... pero tu miedo me pertenece. Nunca olvides que, aunque quieras negarlo, eres mi hijo... y contra mí, jamás tendrás escapatoria.
Fénix tragó saliva, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Intentó responder, pero lo único que logró fue balbucear, temblando aún más, con los labios tartamudeando.
El silencio posterior fue aún más aterrador que la amenaza misma.
El silencio que había quedado entre ambos se rompió de forma brutal.
Azazael se movió con una velocidad imposible de seguir a simple vista. Su mano, pesada como una losa de acero, impactó con una nalgada violenta contra el costado de Fénix. El golpe lo lanzó volando varios metros hasta estamparlo contra el ventanal del piso 24.
El vidrio agrietado crujió con un sonido ensordecedor, extendiendo fisuras como telarañas por toda la superficie. Fénix quedó colgado contra él, con la respiración entrecortada. De su nariz brotaba sangre a borbotones, los ojos le lloraban rojo, y la boca le escupía gotas oscuras que manchaban la camisa elegante.
Un rugido visceral escapó de su garganta. La furia le devoraba los pulmones, y se lanzó con toda su rabia hacia su padre, puños listos para destrozarlo.
Pero Azazael no se movió. Solo extendió una mano y lo atrapó de la cabeza en pleno salto, cerrando su garra como una prensa. Con un solo brazo lo alzó del suelo, sosteniéndolo como si no pesara nada.
Los pies de Fénix pataleaban en el aire, y sus manos intentaban abrir la férrea presa, pero era inútil. El aire se le escapaba, y lo único que le quedaba era la impotencia.
Azazael lo miró fijamente a los ojos, la sombra de su rostro cubriendo al muchacho. Y entonces, comenzó su monólogo, con esa voz profunda que perforaba hasta el alma:
—Mírate, Fénix... crees que tu rabia te hace fuerte, pero no es más que la cadena que yo mismo te puse desde el día en que naciste. Eres fuego sin control, carne que se resiste a su propia sangre. Tú eres mi hijo... y aunque lo niegues, cada célula en tu cuerpo lo grita.
Lo levantó aún más alto, como si lo ofreciera a un destino inevitable.
—No te he buscado para jugar a la familia, ni para mendigar tu afecto. Te he buscado porque eres la prueba viviente de lo que soy capaz de crear. Eres mi obra, mi legado... y algún día, quieras o no, te arrodillarás ante lo que represento.
El vidrio detrás seguía crujiendo bajo la presión de la escena, como si todo el salón estuviera a punto de reventar.