CAPÍTULO 79 : Padre vs hijo-2
Fénix jadeó, con la respiración rasgando su pecho. La rabia le daba una claridad afilada; todo lo demás se volvió un túnel hasta la pistola que llevaba oculta. Con movimientos automáticos, sacó la Matilda —su arma de confianza—, la tensión de los dedos era pura decisión. Apuntó, apretó el gatillo buscando acabar de una vez con aquello que le había humillado, con el monstruo que se decía padre.
Azazael no se inmutó. En un gesto tan rápido y definitivo como la marea que arrasa la orilla, extendió la mano y, con un golpe seco en la empuñadura, partió la pistola por la mitad. La Matilda se rompió como madera vieja; las piezas cayeron chirriantes sobre el asfalto, mientras la multitud contenía el aliento.
Antes de que Fénix pudiera reaccionar, Azazael le propinó una cachetada que levantó la cabeza del joven y lo lanzó varios metros hacia atrás. Voló, aterrizó con violencia en el pavimento, la sangre vibrando en su labio partido. El ruido del impacto fue como un cierre de libro brutal.
Azazael se acercó con calma felina, sus pasos resonando entre los coches y el polvo. Al inclinarse sobre él, la voz salió baja, metálica y contundente.
—¿Ves? —dijo Azazael, sin rastro de ira en el tono, más bien como si explicara una lección elemental—. Sacas un arma y crees que eso define la pelea. Pero las armas son reglas prestadas. Te hacen dependiente, te vuelven predecible. Si quieres descubrir lo que realmente llevas dentro, debes pelear sin muletas. Sin excusas. Sin disparos que ocultan quién eres.
Fénix, todavía aturdido, escupió sangre. La humillación ardía en su piel, y en su pecho algo se encendió: una mezcla de desafío y orgullo herido. No aceptaría ser reducido a una lección didáctica. Se incorporó tambaleante, apretando los dientes, el odio alimentando sus músculos.
Con un gruñido ahogado se lanzó de nuevo hacia Azazael. Esta vez, su movimiento fue puro instinto y furia: un gancho recto, tal vez sin técnica perfecta, pero cargado de todo el peso de su voluntad. La mano encontró la mandíbula de Azazael con un impacto certero. El sonido del hueso al recibir el golpe se sintió como una pequeña victoria en la noche.
Azazael retrocedió apenas el tiempo suficiente para saborear el golpe; una pequeña mueca cruzó su rostro, más sorprendida que dolida. Entonces, sin prisa, sin arrogancia, lanzó una patada certera al estómago de Fénix. El impacto fue una pared: el aire fue arrancado de los pulmones del joven y lo lanzó otra vez hacia atrás, rodando sobre el asfalto y deteniéndose entre el polvo y las chispas de la multitud.
Ambos quedaron unos segundos en tensión: el padre, con la calma de quien controla la tormenta; el hijo, con la respiración rota y la rabia aún humeante. La gente alrededor exhaló al unísono, consciente de que habían visto algo íntimo y terrible: dos fuerzas de la misma sangre probándose sin concesiones.
El cuerpo de Fénix temblaba. La sangre le palpitaba en las sienes, la mandíbula apretada y el instinto rugiendo dentro de él.
Su respiración se aceleró y, con un gruñido, sus músculos comenzaron a deformarse, la piel a tensarse y los huesos a crujir en el inicio de su transformación.
—No… me gusta recurrir a esto… —murmuró entre dientes—. Pero no me dejas otra opción.
Sus uñas empezaron a alargarse y los colmillos afilados sobresalieron, cuando de repente una mano poderosa lo tomó del cuello y lo estampó contra el suelo con brutalidad. El impacto retumbó como un trueno.
Azazael, imponente, lo mantenía clavado contra el pavimento con una sola mano. Sus ojos brillaban con un fulgor inquietante.
—¡Ni se te ocurra transformarte! —tronó su voz, grave y autoritaria.
Fénix gruñó, intentando liberarse, pero la presión en su garganta lo mantenía inmóvil.
—¿Todavía no lo entiendes, muchacho? —Azazael inclinó su rostro, hablándole a centímetros—. Convertirte en esa bestia no te hará más fuerte… solo más torpe, más lento, más vulnerable. No eres un monstruo que depende de colmillos y garras. ¡Eres más que eso!
Lo alzó apenas unos centímetros y volvió a aplastarlo contra el suelo, como si quisiera marcar cada palabra con un golpe en su mente.
—Tu verdadero poder no está en esa forma, Fénix… —prosiguió con un tono que mezclaba dureza y un extraño aire paternal—. Está en ti, en tu cuerpo humano, en tu disciplina, en cómo controlas cada músculo, cada movimiento. Esa es la fuerza que todavía no sabes dominar.
Fénix respiraba entrecortado, sus pensamientos nublados por la mezcla de furia, dolor y la lucha interna de su instinto. Sentía como si una neblina lo envolviera, empujándolo hacia la transformación, pero la voz de su padre perforaba esa oscuridad.
—Escúchame bien… —susurró Azazael, apretando un poco más su agarre—. Si aprendes a dominar tu cuerpo humano, si aprendes a pelear con la mente clara… no habrá nadie que pueda detenerte.
El joven licántropo cerró los ojos con fuerza, sudor escurriendo por su frente.