Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 80 : Padre vs hijo-3

CAPÍTULO 80 : Padre vs hijo-3

La oficina de Halberg temblaba bajo el rugido de su furia. Los ventanales vibraban, y hasta las lámparas parecían querer apartarse de su ira. Su secretaria, de pie frente al escritorio, se encogía como un animal acorralado, sosteniendo los papeles que ya no tenían ninguna importancia.

Halberg golpeó la mesa con tanta fuerza que los vasos de cristal cayeron al suelo, haciéndose añicos.

—¡¿QUIÉN DIABLOS AUTORIZÓ ESTO HOY?! —gritó con la voz ronca y cargada de veneno.

La secretaria intentó balbucear una respuesta, pero Halberg no la dejó.

—¡El momento no era hoy! —continuó, caminando de un lado a otro, como un depredador enjaulado—. ¡Era en dos semanas, dos semanas de preparación, de control, de espectáculo! ¡Y ahora todo se ha ido al demonio!

Con un manotazo, arrojó al suelo los informes que había estado revisando. El eco de las hojas volando llenó la oficina, mientras la secretaria retrocedía un paso, tragando saliva.

—¡Todo arruinado! —rugió, girando hacia ella con los ojos inyectados en sangre—. ¡ME ARRUINARON EL MOMENTO!

Halberg respiraba con violencia, cada palabra saliendo como un estallido. Se llevó las manos al cabello, apretando los puños contra su propia cabeza, como si quisiera arrancar el error de raíz.

—¡Quiero nombres! —gritó de repente, señalando a su secretaria con un dedo tembloroso de furia—. ¡Quiero saber quién fue el incompetente que ordenó transmitir esto hoy! ¡Y cuando lo sepa… juro que lo voy a destruir!

El silencio que siguió fue sofocante. La secretaria no se atrevió a respirar. Halberg se quedó frente a los ventanales, mirando hacia la ciudad iluminada, pero lo único que veía era cómo su plan perfecto se había desmoronado delante de millones de ojos.

—Dos semanas… —susurró con amargura, golpeando el cristal con el puño cerrado—. Dos malditas semanas… y me lo han quitado todo.

Fénix permaneció tendido en el asfalto un instante más, sintiendo el mundo girar a su alrededor: el sabor metálico de la sangre, el crujido lejano de la multitud, la respiración de su propio cuerpo que le pedía rendición. Cerró los ojos, buscó un centro que no fuera el dolor, y poco a poco escuchó —muy lejos— la voz de Enid, la calma de Lucian, el latido de su propia voluntad.

Se obligó a ponerse en pie. Cada músculo ardía, cada costilla le dolía, pero había algo dentro de él que ya no quería ceder: una decisión forjada en heridas y en noches sin consuelo. Apretó los puños, apretó los dientes, y dejó que la rabia se transformara en foco.

Azazael lo miró con la misma calma pétrea de siempre. No volvió a atacar; se limitó a observar, como un profesor que evalúa el esfuerzo del alumno. Cuando Fénix se irguió completamente, el gigante dio unos pasos cortos y se acercó.

—Bien —dijo Azazael despacio, sin harshness pero sin dulzura—. Te has levantado. Eso demuestra carácter. Ahora escucha otra cosa que deberías saber: no dependas jamás de un arma como si fuera tu identidad. El arma es una herramienta. Te podrá salvar la vida una vez, tal vez dos, pero no te dará el control permanente. Cuando todo se reduzca a hierro y pólvora, pierdes la parte que te convierte en depredador real: la cabeza, la técnica, la calma bajo la tormenta.

Fénix tragó saliva. Sus manos todavía temblaban, pero su mirada era más clara; procesaba cada palabra como quien recibe instrucciones que pueden salvarle la vida o destrozársela aún más.

—Lo sé —respondió con voz áspera—. La Matilda... me dio seguridad, pero no es lo que soy. —Hizo una pausa, mirando a Azazael a los ojos por primera vez con menos odio y algo más parecido a curiosidad—. Gracias por la lección. No sé por qué me la das, pero... gracias.

Azazael clavó en él una mirada intensa, casi imperceptiblemente orgullosa.

—Los favores no se piden ni se agradecen, hijo. Se demuestran. Ahora demuestra que puedes pelear sin muletas.

Fénix sintió que la niebla mental que lo había acompañado empezaba a disiparse. No era claridad total; era un hilo fino de dominio que se tensaba en su mente. Respiró hondo, llenó los pulmones de aire frío de la noche, dejó que el dolor, por feroz que fuera, se convirtiera en compañía y no en amo.

—Entonces seguimos —murmuró—. Esto no termina aquí.

Azazael asintió, sin sonreír: la invitación a continuar era, en sí misma, una aprobación torcida.

Ambos se colocaron en guardia de nuevo. El círculo de gente los rodeaba como un segundo mundo; la ciudad contenía el aliento. Fénix no buscó la transformación definitiva: buscó control. Movimientos medidos, respiración marcada, ojos que leían el cuerpo del adversario. Azazael, paciente pero implacable, aguardó el primer impulso.




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